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"Me (de)lato" by Sonia Camacho (C) 2015, reprinted with artist's permission by Strange Horizons

© 2015 Sonia Camacho, "Me (de)lato"

Gracia se quitó los zapatos de tacón y suspiró aliviada.

Soltó los tirantes del vestido y dejó que resbalase hasta sus pies. Era verde, del mismo color de una de aquellas viejas botellas de vidrio que guardaba su abuela en la despensa. El tejido configuró un paisaje plagado de valles y colinas aterciopeladas sobre la parda moqueta.

Apagó el vestido que al momento se convirtió en un campo yermo, seco y árido. Buscó el cargador y lo dejó enchufado sobre el galán de noche.

Cuando Pablo salió del lavabo, la encontró con el camisón ya puesto y las piernas en alto. Con aquel gesto extraño que hacía tiempo había aprendido a reconocer como suyo: las nalgas pegadas a la cabecera de la cama y las piernas extendidas sobre la pared.

—¿Duelen?

Gracia asintió.

—Opérate.

—Ni loca.

Ya lo habían comentado otras veces. Rosa María lo había hecho. Y Patri también. Pero ella no quería ni oír hablar de inyectarse silicona en las plantas de los pies.

—Entonces no te quejes.

—No me quejo. —Ella estiró los dedos.

Pablo se sentó a su lado, sobre la cama. Le cogió un pie, lo acercó hacia él y lo masajeó.

—Si te operases, no te molestarían los tacones.

—Ya. —Ella dejó escapar el monosílabo sin ganas.

—Podemos hacerlo. Tenemos el dinero…

—No es por el dinero.

Le alteraba pensar en que un bisturí podría abrir su carne, aunque fuese un simple corte, de apenas un centímetro, para introducirle una almohadilla de silicona. Sólo imaginar la herida abierta, la sangre brillante, la carne viva, el olor del desinfectante de la clínica… Sólo de pensarlo, se mareaba.

Pablo le acarició la parte superior del pie, desde los dedos hacia el tobillo. Luego se ocupó de la planta y aplicó más presión a su masaje. Acabó chupándole el dedo gordo.

—Mmm… Ha sido una cena muy agradable —murmuró ella.

Él soltó el pie.

—La carne estaba buenísima.

—Muy tierna. Al punto.

—He repetido dos veces.

Gracia sonrió.

—Puig no suelta prenda. Mira que le he insistido para que me pase el nombre de su contacto, pero… no sé dónde puede conseguirla.

—Patri no lo sabe. Yo también se lo he preguntado varias veces. Es su marido quien se ocupa de eso.

—Algún día lo descubriré.

Pablo desapareció por la puerta del baño.

—Mañana iré a ver a mi abuela. —Gracia alzó la voz para que él la oyese.

—No tengo manera de convencerte para que no lo hagas, ¿verdad? —Él asomó la cabeza desde el dintel.

—Tengo que ir al entierro de Vane. ¿Lo entiendes?

—Claro que lo entiendo. Pero ten cuidado, por favor. Y dale un beso a tu abuela de mi parte.

—Ja, ja. Claro que sí… Seguramente me quedaré a dormir con ella.

—Me lo imaginaba.

No volvieron a mencionar el tema, pero cuando apagaron las luces, Pablo la abrazó.

—Gracia, en serio, ¿tendrás cuidado?… Ayer oí que otra vez había revueltas en la ciudad. Mencionaron L’Hospitalet, Sants, Poble Nou… Han sacado a los antidisturbios.

—Es mi barrio. No te preocupes.

—Me preocupo porque te quiero. Buenas noches, princesa.

Bona nit, Pablo.

Cuando Gracia se despertó, él ya se había ido a trabajar. Ella remoloneó en la cama un buen rato antes de levantarse. Luego se duchó. No quería oler a nada, de modo que eligió el agua sin perfumes ni colores. No se secó el pelo. Se lo recogió en una coleta cuando aún estaba húmedo. Buscó la ropa interior más sencilla que tenía y se encaramó en un taburete para alcanzar la caja que guardaba en la parte más alta del armario. De ella sacó unos pantalones vaqueros, unas viejas zapatillas deportivas, una camiseta blanca, muy amplia, y una mochila verde caqui.

Cuando se abrochó los tejanos, sonrió. Había ganado un par de kilos.

Aun sin maquillaje, resplandecía.

Antes de salir, pasó por la cocina. Cogió un paquete del frigorífico y lo guardó en una fiambrera plateada. Luego lo metió en la mochila. En la tableta central escribió un mensaje para la chica: «Limpiar la terraza y encerar. Recoger los tomates. Repasar el baño de arriba». Cuando estaba a punto de irse, garabateó un «¡Gracias!» que se quedó flotando unos segundos en la pantalla antes de desaparecer con un bip.

Gracia se aseguró de cerrar la puerta con varias vueltas y cogió la bicicleta para ir a la estación.

Sólo funcionaba una de las máquinas automáticas expendedoras de billetes. Rebuscó las monedas que necesitaba y que había repartido por diferentes bolsillos de los pantalones y miró los paneles para saber cuándo llegaría el primer tren con destino a Barcelona. Todos estaban apagados.

Cuando era joven, los Ferrocarriles de la Generalitat pasaban las horas pares y solo quedaban unos minutos para las doce. Pero ahora, probablemente, ya no sería así.

Se sentó en un banco oxidado del andén y se dispuso a esperar. Su abuela le había contado que durante el Pico pasaba un tren cada cinco o diez minutos. Para ella una frecuencia de dos horas ya constituía todo un éxito.

Cuando llegó a la estación de Sants caía ya la tarde. Se encaminó a la explanada de la salida junto a un par de decenas de pasajeros. Gracia respiró el aire de la ciudad.

Olía a alcantarilla y a humedad. A basura. A sudor. Las eternas obras que amenazaban la estación se habían paralizado hacía decenios y, con el tiempo, las vallas y los andamios habían desaparecido. Los vecinos habían tapado algunos baches con maderos, ladrillos o con cemento. Todo ello configuraba un pavimento irregular. Gracia sorteó los obstáculos y comenzó a caminar junto a otra mujer que parecía que llevaba su misma dirección.

Cada vez que volvía al barrio sentía un arranque de rara nostalgia. Había soñado con dejar Sants durante años, abandonar la miseria y huir a la montaña. Pablo se convirtió en su salvoconducto para conseguirlo, y ahora que tenía todo lo que había soñado, al volver allí, al sortear los baches y las grietas, y al plantarse delante de las viejas barricadas de la calle Vallespir, se sentía en casa. En su verdadero hogar.

Se acercó hasta la entrada.

Junior se encontraba allí. Como siempre. Una estatua de ébano descansando sobre una desvencijada silla de madera. Los tonos descoloridos del cojín sobre el que se sentaba hacían juego con su camiseta. El vigilante la reconoció.

—¡Gracia! ¡Cuánto tiempo sin verte! Estás guapísima.

—Tú sí que estás guapo, Junior.

Su cabello negro, tan negro como su piel, hacía años que aparecía cubierto de canas. Y su cuerpo fibroso ya sólo era el de un anciano que, simplemente, se conservaba bien.

—¿Cómo está Kevin?

—Allá está. —Hizo un gesto hacia el otro extremo de la calle, hacia la salida del barrio a la calle Berlín—. La artrosis le está matando.

—¿Y mi abuela?

—¡Cómo va a estar! Como siempre. La vieja Gracia es dura como una roca, pero la procesión va por dentro. Lo de Vane ha sido un duro golpe, aunque supiésemos que tarde o temprano ocurriría. Al menos no sufrió.

A Gracia se le escapó una sonrisa.

—¿Y qué tal el barrio?

—Tranquilo. Muy tranquilo. Mienten en las noticias… Hubo revueltas en L’Hospitalet, pero no aquí. Hace años que no nos metemos en nada.

Gracia suspiró.

—Me alegro de verte, Junior.

—Y yo, nena.

Le hizo un gesto de despedida con la mano y se internó en Vallespir.

Los árboles dibujaban sombras que bailaban sobre un asfalto plagado de cicatrices. Recordó cómo, de niña, bajaba aquella calle con su traqueteante monopatín y aquel mismo Junior, entonces un hombre atractivo, maduro y musculoso, le gritaba que un día de esos se rompería la crisma. En aquellos días todavía circulaban algunos vehículos. Ella se apartaba de la calzada para dejar pasar a los híbridos e incluso, a veces, algún coche de gasolina. Ahora se podía pasear tranquilamente por el medio de las calles y los árboles se habían convertido en los dueños y señores de Vallespir. Algunos habían crecido hasta superar las casitas de dos y tres pisos, tan propias del barrio, y sus ramas arañaban las fachadas de los edificios e invadían las terrazas abandonadas.

Reconoció allá, aparcado un poco más arriba, el híbrido de Kevin junto a algunos huevos.

Gracia esquivó una bicicleta que bajaba hacia la estación y se internó en una calleja flanqueada por casitas bajas cuyas fachadas estaban pintadas con colores brillantes. Cada vez que volvía con su abuela, encontraba algún detalle diferente; un edificio tapiado, un muro derruido, una fachada repintada con algún color sorprendente.

Allí, como los girasoles, las casas buscaban la luz. Las fachadas estaban recubiertas por paneles solares en la parte superior. En la calle Badalona ya no había árboles, tan sólo algunos bidones, pintados de colores y lunares, en los que los vecinos habían plantado laureles, ficus y alguna buganvilla.

Según se acercaba a la calle Miguel Ángel, su sonrisa se fue haciendo más y más amplia. Vane había muerto. Y ella volvía a su hogar.

Ya podía reconocer cada fachada descolorida. La casa rosa de Meritxell, la amarilla de Pau… No estaba el limonero de Sergi. Su muerte dejó a los vecinos sin limones.

Gracia buscó una calleja y luego otra y otra más.

Desde lejos distinguió varias bicicletas aparcadas a la altura de la casa de su abuela. Cuando llegó hasta la puerta, tomó aire. La madera estaba seca y la pintura verde, más amarillenta. Llamó con la aldaba y esperó respuesta. Pegó la oreja a la puerta y escuchó un runrún lejano.

Volvió a llamar con más fuerza. Tuvo la sensación de que si golpease con un poco más de energía, aquella madera seca se astillaría y la aldaba se hundiría en ella como un cuerpo en un viejo colchón de lana.

Enseguida sintió unos pasos que se arrastraban al otro lado de la puerta.

—Soy yo, abuela —gritó.

La puerta se abrió rechinando y una anciana le abrió los brazos.

—¡Mi niña! ¡Cielo! —La abrazó y Gracia se dejó arropar por un manto de rancia humanidad. El olor de su abuela era el mismo de aquella casa, algo agrio y húmedo. Yeso y papel viejo. Y, por encima de todo, lejía y desinfectante. El eterno olor a desinfectante.

—Déjame que te mire. Estás guapísima…

Entró en la casa y respiró hondo de ese algo indescriptible que era el olor de su hogar.

—¿Cómo estás, abuela?

Su mirada estuvo a punto de desbordarse.

—Hecha una mierda —susurró—. Pasa, anda… Voy a echar tanto de menos a Vane… Ya la estoy echando de menos. —Su voz se rompió en las últimas sílabas.

—Te he traído… —Gracia sacó la fiambrera de la mochila.

—Qué bien —la interrumpió—. Anda, ponlo en la nevera.

Gracia fue hacia la cocina evitando mirar la primera puerta pintada de verde. Allí el olor a lejía era más fuerte. Guardó el recipiente en el frigorífico y vio cómo Carol, la vecina, salía de su antiguo dormitorio.

Dio unos pasos hasta llegar al umbral de su vieja habitación.

Afortunadamente ya no se parecía en nada al lugar que guardaba en su memoria.

Ahora había una cama muy baja y Vane reposaba sobre ella. Su abuela la había vestido con un vestido hippie de flores y una chaqueta de punto. Tenía la nariz afilada, como todos los muertos, y la piel mucho más arrugada de lo que ella recordaba.

Ya no era Vane. Nunca más. Sólo un cadáver que aún no había empezado a apestar. Habría que llevárselo pronto.

Gracia sintió que se le humedecían los ojos. Una lágrima pugnaba por escapar. Pensaba que Vane no representaba nada para ella y, sin embargo, ahora, una zozobra repentina le humedeció la mirada.

—Ay, mi niña.

La abuela la abrazó de nuevo. Y compartieron el llanto y los sollozos. Ahora, por primera vez, la abuela no era el muro de fortaleza que la consolaba de niña; su cuerpo temblaba tanto como el suyo propio. Cuando emergió de entre sus brazos, sin saber bien cómo, se encontró con que alguien le había puesto una infusión en la mano.

Se enjugó las lágrimas y se sentó en una de las sillas que quedaban libres. Contempló la taza que contenía aquella agüilla amarillenta. Era una taza blanca, un modelo eterno, que recordaba desde siempre en casa de su abuela. Aquella taza tenía más años que ella.

El primer sorbo le quemó los labios. Sabía a hinojo y a dolor de barriga. Cuando le venía la regla, cuando se le retorcían las tripas hasta exprimirla, su abuela le preparaba una de aquellas infusiones.

Dio otro trago, con cuidado para no quemarse. Y obró la magia de frenar definitivamente sus quedos suspiros.

Alrededor los vecinos hablaban de Vane: de cuando llegó al barrio con su aura de artista, de lo bien que cosía, del abrigo que le hizo a Carol y del vestido de boda de su hija.

Gracia contempló la colcha sobre la que descansaba el cuerpo. Vane la había confeccionado a partir de viejos retales con técnicas de patchwork. Ahora descansaba sobre su propia obra.

Cuando apuró la infusión, se levantó y descubrió sobre una mesa un bol de chucherías. Gominolas de colores semiocultas tras una ensalada de tomates, una tetera y varias botellas de vidrio verde rellenas de refrescos caseros.

Buscó a su abuela y la reprendió con la mirada.

«¡Azúcar!»

Ella se encogió de hombros.

Carol se le acercó y le preguntó por Pablo, por la salud y por la lluvia que parecía inminente, pero no acababa de llegar. Gracia la atendió y contestó distraída a las conversaciones en las que se vio involucrada:

—«Me alegro de verte.»

—«Estás guapísima.»

—«No somos nada.»

—«¿Cómo va la vida en el campo?»

—«¿Y tu marido?»

—«La vida sigue.»

Le sorprendió la alegría que la invadió al reencontrarse con algunas caras familiares y se preguntó por las circunstancias de todas aquellas mujeres a las que no conocía. Arrastrarían historias que podía, y no quería, imaginar. Muchas mujeres. Mujeres de Sants que llegaban a la que había sido su casa, abrazaban a su abuela y después de un par de palabras amables y de tomarse una infusión, la abrazaban y besaban de nuevo, para luego marcharse con una sonrisa triste hendida en la cara.

—Dimitri ha llegado —gritó alguien.

Cuando los de los muertos entraron, los presentes, como un grupo de palomas nerviosas, se revolvieron y se abrieron formando un pasillo.

"Me (de)lato" by Sonia Camacho (C) 2015, reprinted with artist's permission by Strange Horizons

—No, está aquí. —Gracia salió a su encuentro y les señaló su antiguo dormitorio—. Esta vez es aquí.Un par de hombres con camisetas negras, cargando con una caja, se dirigieron hacia la habitación de la puerta verde, la que olía a desinfectante, como si ya conocieran el camino.

Tomó a su abuela de la mano y se la apretó con fuerza.

Cuando metieron el cuerpo en el ataúd, sintió cómo su abuela se envaraba. Los más viejos murmuraron unas oraciones.

Dimitri y su compañero esperaron junto a la puerta con la cabeza baja, cumpliendo con su papel de respetuosos profesionales de la muerte.

A la salida, la gente flanqueó al ataúd hasta el final de la calle. Gracia y su abuela marchaban las primeras. Cuando depositaron la caja sobre el carro, se abrazaron. Casi era de noche. Las sombras del crepúsculo empezaban a mezclarse con las de los hombres, en esa extraña hora del día en la que la vista ha de adaptarse a la nueva oscuridad.

Gracia sintió temblar el cuerpo de su abuela

—Lo siento —le susurró al oído.

—La voy a echar tanto de menos.

No quería verla llorar. No por ella.

—Nos vamos ya —le dijo Carol a su espalda—. Ahora tienes a tu nieta. Me alegra mucho volver a verte, Gracia.

Regresaron a la casa mientras se encendían las primeras luces tras las ventanas de los vecinos. Pálidas y temblequeantes se convirtieron en miradas lánguidas abiertas en fachadas aparentemente muertas.

En la cocina, un último grupo comentaba las revueltas de L’Hospitalet.

—Son los jóvenes. Por lo de los recortes en el racionamiento. Dicen que se montó una buena.

—Sacaron a los antidisturbios. Los empujaron hasta Badal. Casi llegan a nuestro barrio.

—Hace siglos que no entran en el barrio.

—No se atreverán.

Gracia se acercó a ellos buscando algo para comer.

—He oído que incumplen la ley Bermúdez. No hacen sonar el primer aviso. Arrasan con todo.

—Aquí no vendrán. No pueden pasar. Sólo conseguirían llegar hasta la estación.

Gracia cogió unos trocitos de patata cocida y buscó alguna salsa picante.

Los vecinos se repartieron en grupos aún más pequeños y enseguida se fueron despidiendo.

Cuando por fin se encontraron solas, Gracia apagó las velas y encendió la luz del recibidor que le pareció, como siempre, escasa.

—Ya barreré yo.

—Pues yo recojo esto.

—Lo que ha sobrado lo llevaré al cine.

—¿Cine? ¿Seguís con eso?

—Pasado mañana haremos una sesión especial. En recuerdo de Vane. Con dos de sus pelis favoritas.

Gracia sonrió. Todavía organizaban sesiones dobles en el barrio.

—¿Y llevarás chucherías?

—Claro.

Recordó el sabor de las gominolas en la oscuridad. Nunca le habían sabido tan buenas como cuando las devoraba viendo las viejas películas en el garaje de Sergi.

—El azúcar es un veneno. Y a tu edad…

—Es en tu mundo en el que está prohibida. —La abuela la interrumpió riendo—. En el mío es casi el único vicio que aún nos podemos permitir. Toma una.

Le alcanzó una gominola que Gracia engulló.

—Ayúdame, anda.

Su abuela cogió un retrato de Vane. Era una foto retocada que siempre había estado en el dormitorio. De esas que se habían puesto de moda a principios de siglo, en sepias y rosados, imitando los tonos de una fotografía del XIX. Vane aparecía increíblemente joven. Gracia nunca había visto su sonrisa tan radiante.

—¿Lo tienes que hacer ahora?

La abuela se encogió de hombros.

—¿Por qué no? Es mi tradición, una manía de vieja como otra cualquiera.

Lo llamaba el muro de los muertos. Como los romanos, a la entrada de la casa colgaba los retratos de los antepasados y familiares fallecidos. Los lares, los llamaba. «Los espíritus del hogar», le decía de pequeña. «Los que estuvieron antes que tú y que yo, los que nos hicieron, a los que llevamos en nuestros corazones y en nuestros cuerpos. Porque compartimos su ADN, su forma de mirar, de sonreír…» Y ella, entonces una Gracia niña, contemplaba embobada aquellos rostros que la miraban sonrientes desde marcos de colores imposibles.

Allá estaba su madre, a la que apenas recordaba. Era una foto de colores desvaídos. En ella, una chica, más joven que ella ahora, una increíble belleza clásica adornada con una melena castaña, se carcajeaba de algo o de alguien. Su madre no se parecía en nada a Gracia, que en cambio había salido a su abuela: morena y de rasgos duros. Sus labios gruesos despertaban la imaginación libidinosa de los hombres, y la nariz, tan chata, pasaba desapercibida entre unas gruesas cejas. Gracia compartía con su abuela un cuerpo plagado de curvas, la belleza gitana de sus rasgos marcados y su nombre.

Cuando Gracia dejó la casa de su abuela, Vane llegó para ocuparla. Y hoy, Vane se había ganado un lugar definitivo en la pared de la entrada.

La abuela clavó una araña en el muro y Gracia insertó en ella el retrato. Lo enderezó.

Las dos permanecieron unos segundos contemplando la galería.

Su abuelo, al que no conoció, era un chico jovencísimo vestido de militar. Su bisabuela y su bisabuelo también posaban, en blanco y negro, vestidos de boda a la puerta de una iglesia. Los ojos de su tatarabuela eran los de una niña con cara de muñeca de porcelana y ropa de domingo. La tía Pili, Josep, Meri, Carme… Todos los retratos vigilaban sus pasos y las observaban desde sus miradas muertas y sus sonrisas congeladas en el tiempo.

—¿Quieres un hinojo? —Gracia buscó los ojos vivos de su abuela—. Me voy a preparar uno.

—Sí, pero ponme azúcar de verdad, no una de esas mierdas.

—¿Te puedo pedir un favor? Vamos a tomárnoslo a la terraza, anda. Como cuando era pequeña.

—Es la mejor hora para subir. —La abuela sonrió.

Ascendieron por las estrechas escaleras hasta la azotea. Era de noche y las luces mortecinas del barrio dejaban ver un magnífico cielo estrellado. Y luego estaba el silencio. El bendito silencio. El omnipresente zumbido de los viejos paneles solares buscando la luz enmudecía de noche. Olía más a ciudad que nunca.

Los tejados y las azoteas que las rodeaban formaban un mar rojizo y brillante. Decenas de paneles ya no reflejaban el cielo, velados por la pátina del tiempo. Quedaban lejos los años en que todos se movían al unísono, olas de espejo, buscando la luz del sol y reflejando su brillo. Ahora muchos permanecían varados. Unos pocos seguían bailando de día y otros contemplaban inertes el lento peregrinar de sus vecinos.

Gracia se asomó a los muros buscando los detalles que configuraban los hitos de su mapa personal. La chimenea blanca, la campana de Anna, el huerto de Pere… La granja de gatos de Toni ya estaba abandonada. Hacía años que desaparecieron los maullidos de los sabrosos mininos.

—Echo de menos las noches aquí, contigo, abuela.

La anciana se dejó caer en una silla. Callaba lo mucho que añoraba a su niña salvaje de melena oscura y ojos de estrellas con la que compartía conversaciones y noches de hinojos y poleos. Esta otra Gracia, la de la montaña más allá de Sant Cugat, tenía otra mirada, velada por la indiferencia. Como si el resplandor del dinero de los padres de Pablo hubiese acabado cegándola.

—¿Cuánto tiempo te vas a quedar?

—Pensaba volver mañana por la tarde, para llegar a casa antes de que sea de noche. Yendo hacia allá, puedo salir más tarde.

—Ay. Tus visitas son un visto y no visto.

—Mi vida está con Pablo.

—Ya lo sé, niña.

Una mancha negra ocultó la luna.

—Son nubes de lluvia.

—Hace meses que no llueve. Ojalá se llenara el depósito.

Gracia se descalzó.

—¿Te duelen los pies?

—Son estas zapatillas… Si llevo mucho tacón, me duelen. Pero si voy tan plana como ahora, también… ¿Habrá problemas mañana para marcharme?

La abuela meneó la cabeza.

—No estoy segura. Ya no estoy al tanto de lo que pasa como antes. Preguntaré a Carol. Su hija está metida en todo eso ahora. Hace tiempo que no hay revueltas. Sólo los de L’Hospitalet continúan la lucha.

Gracia caminó por la terraza descalza. Ese silencio era sobrecogedor. A veces una voz más alta que otra llenaba de ecos los patios durante un segundo, pero luego se sumía en el mutismo de una ciudad muerta.

—Abuela, cuéntame sobre cuando Barcelona brillaba de noche.

La cara de la abuela se iluminó con una sonrisa.

—Cuando tu madre era niña, de noche, todas las calles estaban iluminadas, incluso las más estrechas y pequeñas. Barcelona desprendía tanta luz que no podían verse las estrellas.

Gracia, como siempre, intentó imaginar un cielo sin estrellas.

—Debía de ser hermoso.

—Psé. Era práctico. Recuerdo haber visto en internet imágenes del mundo en tres dimensiones desde el espacio. Todas las ciudades destacaban en la oscuridad como si fueran joyas… Era hermoso desde el cielo, sí. ¡Y las farolas! Había farolas en todas las calles, ¡en todas! Y semáforos que regulaban el tráfico, encendiéndose y apagándose de día y de noche.

—¡Qué suerte haber vivido en el Pico!

—No te creas. Suerte fue la de mis padres, que nacieron en la posguerra de la Guerra Civil, la española. Nacieron con el hambre y la miseria y vieron crecer el mundo entero. La ciencia, los aviones, los viajes, los ordenadores, tiendas repletas de todo, ¡de todo lo que no necesitábamos! Había cuatro carnicerías en Vallespir. Carne de vaca, de ternero, de cerdo, de caballo… Todo fue muy rápido. La caída del Pico nos sorprendió a todos. Sabíamos que no podía durar, y sin embargo… nos pilló por sorpresa. —La abuela hizo una pausa—. Cada vez quedamos menos de la época del Pico. Ya sólo nos queda ir cuesta abajo.

Dio un sorbo a la bebida.

—Los padres de Pablo se han puesto la Red.

—¿Y para qué la usan? ¿Se mandan fotos de gatitos?

—¿Qué?

—No me hagas caso.

—Es para su trabajo. Yo no sé bien de eso. Pero ya la tienen.

—Serán de un nivel tres, supongo. ¿Sabes que yo también tuve internet? No la Red esta de los cojones que no es ni red ni nada, sino acceso libre a internet… No supimos lo que teníamos, hasta que lo perdimos. Como todo.

La mirada de su abuela se perdió entre los tejados.

—Gracia —le dijo—, ¿te apetece aguardiente de Dimitri?

—¿Tienes?

—Guardo algo. Un poco. De cuando me paga en especie. Creo que tenemos algo que celebrar: estamos juntas de nuevo. Una noche al menos.

—¿Lo guardas donde siempre?

—En la nevera. Abajo.

—¡Voy!

Gracia desapareció por entre las escaleras. La anciana se quedó mirando la estela de la sonrisa que dejó tras ella.

Los dientes de Gracia eran como los de su madre. Los de su hija. Ella sí que había intentado combatir contra todo. Era joven, rebelde, luchadora y estúpida. Y tenía los mismos genes de mierda de su marido; ese rostro clásico, esa salud que sin medicinas minó la gripe. Cuando era niña, cuando el Pico, estuvieron los tres juntos en Londres, un fin de semana largo. Volaron en avión. Porque entonces los aviones rayaban el cielo. Como los pájaros. Fue cuando había gorriones y palomas. Quién le iba a decir a ella que acabaría añorando aquellas ratas voladoras.

La abuela volvió a sentarse reviviendo su pasado.

Su niña, la niña más bonita del mundo, se quedó embarazada de un imbécil de pelo largo y rastas.

Pero su niña le dio a Gracia. Una nieta preciosa que resultó ser su propio retrato.

Y luego se quedaron las dos Gracias solas tan pronto. Sin marido, sin hija. Y el mundo se fue a la mierda y ella siguió adelante, como una roca, tirando de esa criatura de ojos brillantes que el destino le había puesto a su lado.

Disfrutó tanto de la infancia de Gracia. Tanto. Sin hija, su nieta no fue una alegría, fue lo único, lo que la empujó a seguir adelante en los días oscuros de después del Pico. Durante la cuesta abajo… Y cuando conoció a Pablo y se casó y se fue, entonces llegó a su vida Vane. Por sorpresa. A su edad. Quién se lo hubiera dicho. La vida te sorprende cuando menos te lo esperas.

Cuando su nieta volvió, traía dos tazas llenas de un líquido transparente. Hubiese dado lo que fuera por un cubito de hielo.

—Ahora estarás acostumbrada a otras bebidas más finas.

—Me gusta el aguardiente de Sants. —Se sentó junto a ella y brindó. El sonido seco de las tazas resonó entre los patios—. Anda, cuéntame más historias de cuando mamá era pequeña. De cuando el Pico…

La abuela dio un sorbo al aguardiente. Le quemó la lengua y le acarició la garganta. Su corazón estalló en llamas. Cerró los ojos y recordó a su marido y a ella misma juntos los dos en aquella misma terraza. Su hija dio allí sus primeros pasos.

—Había niños. Muchos niños. En la calle te cruzabas con madres que paseaban a sus bebés en cochecitos. Había escuelas y colegios, y tantos niños que no era fácil conseguir plaza en el que te interesaba. Todo eso parecía importante entonces. Recuerdo los cochecitos especiales para gemelos ¡e incluso para trillizos! que no cabían por la acera. Y, huy, había todo tipo de objetos para ellos: que si chupetes con forma de personajes de dibujos animados, bañeritas, sillas ergonómicas… Ah, y otras sillitas especiales para los coches. —Cerró los ojos y la imagen de un Seat León amarillo le quemó como el aguardiente. Tomó otro trago—. Había tantos coches que en esta misma calle no se podía aparcar. Si no tenías un garaje, podías estar toda una hora dando vueltas por el barrio hasta encontrar aparcamiento. Y eran tantos los coches que el aire se llenaba de polución, las cortinas se ponían negras y cuando te limpiabas la cara con un algodón, salía todo sucio. Ay, aquella bendita contaminación. ¡Y el agua! Siempre había agua en el grifo. Todo se limpiaba y se lavaba con agua…

La grabación de las campanas de la iglesia arrancó doce tañidos a la noche.

Gracia dio un sorbito a su taza y su abuela se bebió casi la mitad de lo que le quedaba de un solo trago.

—Teníamos de todo lo que no necesitábamos. Supongo que pusimos en peligro al planeta y se vengó. La gripe terminó con la mayoría; tu abuelo, tu madre…Ya antes había empezado la cuesta abajo; la crisis de principios de siglo, los recortes, el lento declinar del estado del bienestar, la nueva realidad, el final del Pico… Pero no nos dimos cuenta. Nadie quería darse cuenta…

»Luchamos y perdimos.

Gracia acercó su taza a la suya.

—Por los barrios.

—Por los barrios de las ciudades y sus gentes.

Brindaron. La abuela apuró su taza. Gracia disfrutó del sabor a adolescencia que le calentó las tripas.

—Cuéntame de Junior y de Kevin. Y del abogado, ¿cómo se llamaba? ¿Fran?

—Francesc murió. Ahora tenemos a Ricardo. No es tan bueno. Siempre está en la puerta de la avenida del Brasil. Kevin se divorció…

La abuela pasó a contarle las últimas noticias de la gente del barrio. De los muertos, los cambios, las múltiples enfermedades y las pocas alegrías. Gracia se dejó llevar por el runrún cálido de la voz de su abuela. Le importaba poco lo que decía, pero le gustaba estar allá, acariciada por la brisa nocturna y por su voz.

Cuando el aguardiente se convirtió en el recuerdo de un vapor cálido en el estómago, continuaron charlando, simplemente disfrutando de su mutua compañía. Y sólo cuando la noche se hundió aún más en la oscuridad y sus ojos luchaban por continuar abiertos, decidieron irse a dormir. Sólo entonces, bajando a oscuras por las escaleras, la abuela se atrevió a preguntar:

—¿Pablo te hace feliz?

Gracia asintió, pero su abuela no pudo ver el gesto.

—Es un cielo.

En otros tiempos le hubiera preguntado si lo quería. Si había aprendido a quererlo. Pero estaba convencida de que la respuesta era un «no» y prefería no oírlo.

Gracia rebuscó en el armario una colcha y se acostó en el sofá. Su abuela la arropó como cuando era pequeña.

Bona nit.

—Buenas noches, mi niña.

"Me (de)lato" by Sonia Camacho (C) 2015, reprinted with artist's permission by Strange Horizons

Se despertó de repente. Pensaba que tardaría en dormirse, pero el sueño se apoderó de ella enseguida. Su cerebro reconoció el olor del hogar y la colcha deshilachada por el tiempo, y su conciencia, sencillamente, se deshizo y se dejó mecer por el pasado.

Algo la había arrancado del sueño. Le costó recordar dónde estaba y le sorprendió descubrir que eran las voces de su abuela las que la habían despertado.

—Voy entonces —cuchicheó al teléfono—. Sí, enseguida. Id hirviendo agua… No, sacadla de allí… Limpia la mesa como te dije. Consigue luz. Pídesela a Norton.

Gracia se incorporó.

—¿Qué? ¿Qué es? —preguntó con temor.

—Un parto —dijo su abuela mientras encendía un flexo que derramó una luz temblona y mate sobre las baldosas.

—¡Un parto! ¿Quién? ¿Cómo?

—La hija de Seve. ¿Te acuerdas de Seve? Y hay más esperando. El año pasado… —Sonrió—. El año pasado fue increíble. Como si de pronto todo volviera a florecer. Como en los viejos tiempos. ¿Te lo puedes creer…? Y ya se ha puesto de parto. Es un poco pronto.

Gracia recordó a la hija de Seve. Era más joven que ella. Unos cinco años. Y sería madre. Podría ser madre. Ya. Así. Esta noche.

—Vane ya no está… —Su abuela la interrogó con la mirada.

—Hay toque de queda. Las revueltas…

—Hace años que no entran en el barrio… Es un parto, Gracia. Un niño al que he seguido mes a mes. Un niño, una vida nueva.

Gracia bajó los ojos y se perdió en la contemplación de las rosas desvaídas que formaban un camino serpenteante a lo largo de la colcha.

—Vane no está —repitió la abuela.

—Iré —decidió—. Claro que iré.

La abuela dejó escapar un suspiro.

—Lo tengo todo preparado.

—No lo dudo. Siempre tienes todo preparado.

Gracia se estiró antes de levantarse del sofá.

La abuela se dirigió a la habitación de la puerta verde que olía a desinfectante. Cuando la abrió, los efluvios casi la hicieron vomitar. Seguía odiando aquella habitación. Su olor. Su frío suelo y sus paredes. El instrumental. El brillo de la silla metálica cortando el aire de las tardes que podían haber sido tranquilas. El eco de los gritos ahogados en el balde lleno de agua. La sangre roja, bermeja, rosada y granate resbalando en lenguas grumosas a lo largo de la silla y por el suelo. Odiaba limpiar la sangre que olía a vida, a muerte y a metal. Metal y sangre brillantes.

Cuando la abuela salió de la habitación, cargaba con un maletín.

—¿Estás preparada? —preguntó a Gracia mientras guardaba la botella de aguardiente en una bolsa.

—No. Pero ¿qué más da?

Al pasar por el muro de los lares tocó el marco desgastado de una mujer de pelo blanco.

Ella. Su tatarabuela. La primera de todas. En Madrid. En Cuatro Caminos. La partera. La comadrona. La innombrable. La que llegaba a las casas de los pobres a ayudar a morir y a nacer a otros pobres que continuarían arrastrándose entre la miseria. La que fue madrina de decenas de niños que nunca tuvieron padrinos, que ni siquiera tuvieron padres. La que colocaba sus cuerpos muertos en ollas de barro porque no había dinero para ataúdes. La que enseñó a su hija. Y esa hija a la suya. Y cuando llegó la siguiente generación, llegó una hija que pudo estudiar medicina y poner nombres latinos a todo lo que ya sabía. Y entonces llegaron los hospitales y la asepsia y la anestesia. Y una generación después, aquí estaban de nuevo, recorriendo un barrio a oscuras y pisando los ecos de la miseria. Mujeres. Cadenas de mujeres ayudando a mujeres, generación tras generación.

Gracia cargaba con la bolsa y una linterna que apenas merecía ese nombre. La abuela conocía cada irregularidad del asfalto, cada bache y cada adoquín descabalado de la acera. Gracia sólo recordaba que en aquella esquina se formaba un charco cuando llovía y que el agua podía llegar a cubrirle los tobillos.

Recorrieron la calle Miguel Ángel acompañadas tan sólo por el rumor de sus pasos. Guardaban silencio, como siempre habían hecho en sus salidas nocturnas. Atentas a los ruidos, las patrullas y los perdidos. Un ojo de luz tenue barría el suelo.

Cuando era pequeña ella no tenía miedo. Era su barrio. Su oscuridad. Su vida.

Luego fue cuando empezó a temer a las sombras. Y después… Ya no pudo hacerlo más.

Los árboles de Vallespir susurraban en el lenguaje de las hojas y del viento contándose secretos. Secretos de generaciones de mujeres arropados entre lágrimas y sonrisas. Su abuela le contaba que su bisabuela había visto plantar aquellos árboles que ahora se aferraban a la tierra que se ocultaba debajo de la capa de asfalto y de cemento.

Se adentraron en la calle Robreño y Gracia tuvo que colocarse detrás de su abuela para no tropezar. Siguió sus lentos, pero seguros pasos.

Gracia no reconoció la casa, pero supo que se acercaban por los gruñidos que se abrían camino en la noche.

La abuela llamó un par de veces a una puerta de plástico y enseguida una mujer castaña de mediana edad asomó la cabeza.

—Llevaba todo el día con contracciones —les espetó sin darles tiempo a decir nada—. Ahora ya está dilatando. Ha empezado de repente. Te hemos avisado enseguida.

Gracia y su abuela entraron al portal.

—Dilatada… ¿Cuánto?

La mujer castaña lo dibujó con un gesto de la mano.

—¡Pues vamos!

Subieron hasta el primer piso. La humedad se filtraba desde el suelo y arrancaba jirones de cal y pintura a las paredes. Aquel edificio supuraba años. Se caía a pedazos.

—¿Cada cuánto tiempo son las contracciones?

—Hace un rato, cinco minutos, pero de repente… Ha sido de repente. Menos de dos minutos. Creo que está a punto de nacer.

Entraron en la casa.

La hija de Seve estaba incorporada sobre la mesa de la cocina. Apoyaba la espalda sobre unos cojines. Solamente vestía una camiseta que en algún momento había sido azul oscura. La cocina olía a desinfectante. Y quizá, debajo de aquel olor penetrante que forzaba el olfato de Gracia y le hacía revivir viejas pesadillas, se distinguía un cierto olor a sofrito.

La chica gritó de pronto y la abuela se aproximó a ella. La examinó.

—Ya corona.

Gracia evitó mirarla directamente. Se dirigió hacia la pila.

—¿Hay agua?

La mujer castaña no tuvo tiempo de contestar. Gracia abrió el grifo y observó cómo salía un agua limpia y cristalina. Suspiró y se lavó las manos a conciencia, respiró hondo y se volvió hacia la chica.

La examinó dejando el corazón a un lado. Con mente analítica. Agradeció que la hubiesen depilado completamente el pubis. La carne abierta mostraba parte de una cabeza que luchaba por salir. La presión, dentro de su cuerpo, marcaba un bulto redondo y pequeño.

—Puja ahora… No, ahora no… ¡Ahora…! —La voz de su abuela era profunda. Fingía calma y cubría su voz con un halo de tranquilidad—. Vas a tener que empujar más.

La chica pujó y la cabeza asomó un poco más. Un borbotón de sangre acompañó el movimiento y tiñó la mesa de granate.

—Vas bien —la animó la abuela.

Gracia se colocó junto a la chica. Miró a su abuela buscando en sus gestos indicios que la guiasen en sus próximos movimientos.

—Ya estás a punto. No te queda nada —mintió con voz tranquilizadora—. Un esfuerzo más.

Gracia observó cómo la chica hacía fuerza justo cuando su abuela le indicaba que lo hiciese. Y cómo su vientre hinchado acompañaba sus movimientos. El futuro se abría paso entre la carne y la sangre, como siempre lo había hecho.

A un gesto de su abuela, se dirigió hacia la mujer castaña que observaba esperanzada a su hija.

¿Cuántas miradas como aquella se había encontrado?

—Necesitaremos un par de cordones. ¿Los tienes preparados?

La mujer desapareció en el pasillo y en ese momento la hija de Seve gritó aún más. Retrocedió sobre sus pasos para encontrarse con la cabeza de su futuro nieto ya fuera del cuerpo de su hija.

Un charco denso y borboteante resbalaba sobre la mesa de la cocina.

—Ya casi está fuera. Se ha desgarrado. No es nada… No te preocupes.

Asomó un hombro.

La mujer castaña dejó escapar un gemido y la hija, abierta de piernas sobre la mesa, chilló con todas sus fuerzas.

Gracia ayudó a su abuela a recoger el bebé.

La madre de la parturienta no podía apartar los ojos de la criatura. Su mirada era tan fría como la superficie de la mesa de la cocina de la que seguía chorreando sangre hasta el suelo.

—¿Qué pasa? —jadeó la hija de Seve—. Dime, mamá, ¿qué pasa?

Gracia esperaba la salida de la placenta mientras su abuela hablaba con la mujer castaña.

—¿Quieres enterrarlo? ¿Lo quieres para ti?

La mujer negó con un gesto.

—Llévatelo, llévatelo lejos.

La hija de Seve expulsó la placenta sin un quejido. Tenía en su mirada la misma frialdad que envenenaba los ojos de su madre.

—Lo siento —murmuró Gracia sin que la hija de Seve la oyese.

La abuela envolvió a la criatura en una toalla rosa que en algún momento estuvo adornada con el dibujo de un pato.

—La vida sigue; no lo olvides.

—No es cierto. La vida se paró hace ya tiempo.

La hija de Seve empezó a gemir sobre la mesa.

—¡Llévatelo! —gritó—. ¡¡Llévatelo!!

Gracia se dio la vuelta y se dirigió hacia la pila. Se lavó las manos muy despacio. Respiró hondo. Siendo consciente de cómo el aire entraba en su vientre y salía después, despacio, muy despacio.

—No quiero verlo —escupió la hija de Seve entre dientes—. Llévatelo —repitió.

—Vigila si tiene fiebre. —La abuela se dirigió a la mujer castaña—. Vigila la temperatura. He hecho lo posible, pero… Llámame si notas cualquier cosa fuera de lo normal. Has perdido un nieto, pero sigues teniendo a tu hija. —La criatura entre sus brazos gimió.

Gracia dio la mano a la hija de Seve. La apretó con un gesto que pretendía ser consolador. Ella sabía qué sentía. Lo sabía perfectamente.

El frío de la noche acarició su rostro. Ahora, de pronto, el aire le parecía fresco y puro.

—Era un niño —susurró la abuela.

—Es un niño.

Gracia se atrevió a mirarlo.

Aún estaba envuelto en el unto sebáceo, la sangre de su madre y la vieja toalla del pato. Sus manitas gordezuelas se apretaban en un par de puños fuertemente cerrados.

Las deformidades de su rostro se mezclaban con la sustancia gris y blancuzca que lo recubría.

—¿Vivirá?

La abuela asintió.

—¿Lo quieres?

Gracia observó sus manecitas perfectas, un ojo semiabierto, una fosa nasal en la que aún quedaban restos del cuerpo de su madre.

—No.

La abuela lo envolvió en la toalla. La apretó fuertemente contra su carita.

—¿Cómo es ahora? ¿Vale más muerto o vivo?

—Ya nadie los quiere así —murmuró la abuela sin dejar de presionar—. Los que pagan por ellos vivos, pagan poco. El coleccionista murió hace tiempo.

Hizo un poco más de fuerza. Gracia no oyó ni un ruido. Ni un gemido, ni un suspiro.

Se fue en silencio.

Sólo quedaban los ecos de sus propios pasos sobre el asfalto.

—En casa llamaré a Dimitri.

No cruzaron ni una sola palabra más.

Gracia no podía dejar de pensar en la carne tierna y fresca del bebé. Fetos y recién nacidos constituían la carne más tierna. Lechales y no formados resultaban ser los mejores. Su abuela siempre había sabido ganarse la vida.

Tragó saliva.

Los árboles de Vallespir susurraron a su paso. Al alcanzar la esquina de la calle, se asomaron para comprobar que no hubiera nadie.

—Es raro que haya patrullas. Pero siempre hay que tener cuidado.

A Gracia le recordó cuando era niña y se lo repetía tantas y tantas veces.

«Siempre vigilante. Siempre atenta. Siempre depredador. Nunca presa.»

—Adelante.

Cruzaron Vallespir y continuaron su camino entre las sombras.

Gracia susurró:

—¿Y el degenerao?

—Muerto. También muerto. Ese sí que pagaba bien. Mucho mejor que el coleccionista.

A veces, en sus pesadillas, Gracia se preguntaba si alguna de sus víctimas seguiría con vida.

—Quiero llegar a casa.

—Y yo, mi niña. Y yo.

Cuando por fin alcanzaron la calle Miguel Ángel, la noche parecía aún más densa y oscura.

Gracia abrió la puerta y su chirriar sobresaltó al profundo silencio.

La abuela aún apretaba el bulto envuelto en la toalla contra sí.

—Déjalo en la nevera, por favor.

Gracia lo tomó entre sus brazos, como si se tratase de un bebé sano y vivo, y lo guardó en el frigorífico junto a la fiambrera que había traído a su abuela por la mañana.

—Necesito dormir.

—Buenas noches, mi niña.

Gracia se dirigió hacia el sofá. La nevera zumbaba en un nivel muy bajo. Se envolvió de nuevo en la colcha deshilachada, pero se sentía demasiado excitada como para poder conciliar el sueño. El corazón le latía con rapidez. La cabeza estallaba en imágenes que era incapaz de acallar.

Sólo cuando los primeros rayos de luz comenzaron a asomar a través de los resquicios de la persiana, sintió que la conciencia le abandonaba. Con el día, llegó el descanso.

Cuando se despertó, la luz llenaba por completo el salón.

Su abuela la observó desde la cocina.

—Te he dejado dormir todo lo que necesitabas. Es muy tarde. Dimitri está a punto de llegar.

—Prefiero no verlo.

La abuela asintió.

Gracia se preparó una infusión y cuando escuchó que llamaban a la puerta, subió a la terraza. De día el paisaje era totalmente diferente. El zumbido de los paneles solares que buscaban la luz configuraba un runrún tranquilizador. Dirigió su mirada hasta las nubes y distinguió la forma del rostro de un angelote con las mejillas tan hinchadas que se convirtió, de pronto, en un ser monstruoso y terrible. Le pareció escuchar gritos a lo lejos.

La cabeza de su abuela asomó desde el hueco de las escaleras.

—Ya está. Se lo ha llevado. Tenía mucha prisa. Dice que las cosas se están poniendo feas. Lo de L’Hospitalet ha llegado hasta Badal. Han sacado de nuevo a los antidisturbios.

—¿Cuánto te ha dado?

—Más que por Vane.

A Gracia le apeteció fumarse un cigarro.

—¿Te queda aguardiente?

—Tengo una botella nueva.

El teléfono sonó con un timbre arcaico.

La abuela desapareció tragada por las escaleras.

—¡Es Pablo! ¡Para tiii!

Gracia bajó de dos en dos los escalones.

—Hola, princesa, ¿qué tal?

Gracia hizo un repaso mental de todo lo ocurrido durante el día anterior. Ya formaba parte del pasado. Quedaba lejos. Había que olvidarlo. Enterrarlo junto a la pila de recuerdos guardados en algún cajón de su memoria.

—Bien.

—¿Y tu abuela?

—Como siempre.

—Dale un beso de mi parte. —Pablo rió.

—Claro…

—¿Cuándo vuelves a casa?

—Esta tarde.

—Entonces te estaré esperando… Ten cuidado. Han dicho en las noticias que en L’Hospitalet hay revueltas y decenas de muertos.

—No te preocupes —contestó ella con voz cansada—, esto está tranquilo.

Al otro lado de la línea se oyó un suspiro.

—Tengo una buena noticia. Una sorpresa, princesa. Hablé con Puig por fin. Me lo encontré en la cantina. Había bebido más de la cuenta y, ¡adivina!, me ha pasado el teléfono de su contacto. Ya sé quién le suministra la carne. Es un tal Dimitri. Y… ¡lo he llamado! Me ha dicho que le acaba de entrar una partida fina, fina, fina… y que mañana me la puede hacer llegar. Es cara, pero vale la pena. ¿Qué te parece? —No dio tiempo a que Gracia contestase—. Mañana tendrás una cena como Dios manda. He pensado en organizar algo, ¿qué te parece si aviso a José y a Rosa María?

—No —respondió ella sin ganas—. No me apetece nada. De verdad, Pablo, no te molestes.

—¿Te encuentras bien?

—Perfectamente. Sólo un poco cansada.

—¿Quieres que lo dejemos para otro día?

Gracia cogió aire.

—Sí… Por favor. Otro día…

—De todos modos, te prepararé algo especial. Déjame pensarlo.

—No, por favor; no vale la pena.

—Quiero sorprenderte.

—No me apetece ninguna sorpresa.

—¿Seguro que estás bien?

Gracia asintió con un gesto. Entonces se dio cuenta de que hablaba desde un teléfono sin pantalla ni cámara y que Pablo no podía verla. Se obligó a contestar en voz alta.

—Sí, no te preocupes. Lo único que quiero es un gran abrazo. Que me abraces…

—Cuenta con ello.

La voz de Pablo era inusualmente animada.

Gracia lo colgó enseguida.

—Abuela, Pablo te manda saludos.

—Todo un detalle por su parte.

Gracia dejó su mirada resbalar por la puerta verde de la habitación que olía a desinfectante. Su abuela observó cómo se apoyaba en el velador.

—¿No lo has vuelto a intentar?

Era el tipo de pregunta que nunca le hacía por teléfono. Y que temía decirle en persona. Pero ahora quería saberlo.

—Ya no. Para qué.

La abuela hizo un gesto cansado.

—Nunca se sabe. Hay tantos casos. Cuando parece haberse perdido la esperanza…

—El tratamiento es demasiado caro —la interrumpió—. Ni siquiera los padres de Pablo pueden pagarlo. Y no quiero embarcarme en un préstamo que tenga que pagar mi hipotético hijo o hija. Es absurdo.

La abuela dejó escapar un suspiro.

—Hagamos una cosa: vente al cine conmigo. Vente con nosotros. Durante un rato te olvidarás de todo. El cine sirve para eso, para olvidar. Tengo una bolsa de chuches enorme. El azúcar y la ficción lo curan todo… Tenemos preparada la sesión doble en recuerdo de Vane.

Gracia sonrió a su pesar.

—No, abuela. Quiero volver a casa.

—Esta es tu casa.

—Ya no. No lo es.

La abuela buscó la mirada brillante de su nieta. Pero no la encontró.

"Me (de)lato" by Sonia Camacho (C) 2015, reprinted with artist's permission by Strange Horizons
 



Susana Vallejo (Madrid, 1968) is an author who works in PR/Communication in Barcelona, where she's lived since 1994. She has won numerous prizes in the fields of both young adult literature (she won the Edebé prize in 2011 for El espíritu del último verano and was a finalist for the Jaén Prize in 2007 for her Porta Coeli trilogy) and SF (she was a finalist for the Minotouro International SF and Fantasy Prize in 2008 for Switch in the Red and in 2013 for Volverás a Toledo). She is also author of the humorous essay/parenting book Madre de Dragones, humorous thrillers such as El móvil que guardaba en su interior el secreto de la chica de la camisa naranja, the mystery novel Calle Berlín, 109, and children's books such as Entre Dimensiones or Tres Amigos y un fantasma.
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Looking back, I see that my initial hope for this episode was that the mud would have a heartbeat and a heart that has teeth and crippling anxiety. Some of that hope has become a reality, but at what cost?
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Significantly, neither the humans nor the tigers are shown to possess an original or authoritative version of the narrative, and it is only in such collaborative and dialogic encounters that human-animal relations and entanglements can be dis-entangled.
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the train ascends a bridge over endless rows of houses made of beams from decommissioned factories, stripped hulls, salvaged engines—
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