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This story was first published in A la sombra de los bárbaros by Eduardo Goligorsky (Ediciones Acervo, Barcelona, 1977). We are grateful to the author for permission to reprint it here. You can also read Andrea Bell's English translation of the story.


El hombre sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Frente a él estaba posada una nave espacial. Un gigantesco disco metálico que parecía formado por dos inmensos platos unidos por sus bordes. En el plato superior, invertido, se hallaban los paneles de observación y la escotilla. En la juntura de los dos platos había un anillo de tubos verticales que ocupaban toda la circunferencia del disco. Eran los propulsores. Reconoció la imagen que habia visto tantas veces en sus fotos. Pero nunca habia tenido, como ahora, una nave espacial al alcance de la mano. Por eso sintió ganas de llorar.


—Chau, Maidana.

—Hasta mañana, Guille.

—Chau.

—Chau.

Guillermo Maidana contestó distraídamente los saludos, sorprendido por la presencia de su mujer en la esquina. Marta no se había peinado y un mechón de pelo gris le caía sobre la frente. Tenía puesto el vestido viejo que usaba para ir a la feria. Maidana comprendió que algo malo ocurría. Pero ella no se acercaba. Seguía immóvil, en la esquina.

—Marta, ¿qué pasa? ¿Por qué viniste así …?

Ella lo tomó por el brazo y enfiló calle abajo. Por ese lado no iban hacia su casa. Además, estaba tratando de alejarlo de los corrilos que todavía formaban sus compañeros de trabajo.

—Adiós, señora. Chau, Maidana.

¿Qué pasa, che? —insistió él—. ¿Qué …?

Marta giró la cabeza para asegurarse de que nadie podía oírla, y sin detener la marcha dijo:

—Carlitos encontró el álbum. Me olvidé de echar llave al cajón de la cómoda y él encontró el álbum.

Un globo se infló en la garganta de Maidana. Le pareció que iba a vomitar ahí mismo pero de alguna manera se contuvo. De pronto fue él quien arrastró casi a Marta, que iba colgada de su brazo.

—¿Cómo lo sabés?

—El mismo me lo contó. Yo no había notado que faltaba del cajón.

—¿Y qué hizo?

—Escuchame. Se lo llevó al colegio. Lo impresionaron las fotos y quiso mostrarles ese tesoro a sus compañeros. Me explicó que también lo vio el maestro. El maestro se lo pasó al director. Le perguntaron a Carlitos de quién era y él contestó que era de su padre. No sé cómo lo dejaron volver a casa. Estoy segura de que ya notificaron al Departamento de Seguridad Interior. La Policía te debe de estar buscando. Tenés que escaparte. Tenés …

—¿Pero a dónde puedo ir? —murmuró Maidana.

—Tenés que escaparte —insistió ella, incapaz de coordinar otras ideas—. A cualquier lugar. Ya mismo. También vendrán al trabajo.

Estaba oscureciendo. Maidana vio que los ojos de su mujer brillaban. La abrazó con fuerza.


De la nave espacial brotaba un suave ronroneo. A ratos éste se hacía más intenso y los tubos propulsores emitían unas llamitas azuladas. En esos momentos aumentaba la temperatura junto a la nave, pero el hombre no parecía notarlo. Sus dedos acariciaban la superficie metálica del fuselaje, palpaban las estrías que habían dejado allí las lluvias de polvo cósmico. El hombre tuvo la impresión de que por obra de una extraña magia ese contacto lo ponía en comunión con las galaxias remotas que siempre habían poblado sus sueños y que a él le estaban vedadas.


Maidana marchó durante toda la noche. Recorrió unos trechos a la carrera y otros al paso, pero no se detuvo nunca. Eligió las calles más oscuras, más despobladas. No se cruzó con ningún policía. Por fin sintió la necesidad de hacer un alto, y se apoyó contra un claudicante cerco de madera. Trató de normalizar el ritmo de su respiración. Empezaba a clarear, y los faroles de querosén todavía estaban encendidos en los postes de alumbrado.

Un ruido le hizo sentir nuevamente la punzada del miedo. El chapaleo de los cascos de un caballo en el barro de la calle transversal y el chirrido de las ruedas de un carruaje. Buscó un refugio momentáneo pero no lo halló. Las empalizadas de madera de las chacras se prolongaban en una hilera continua, sin dejar resquicios por donde colarse. Maidana comprendió que si intentaba trepar por una de las vallas, las tablas mal clavadas se desmoronarían estrepitosamente. Optó por pegarse contra el cerco, lejos de los faroles, confundiéndose con las sombras.

El tílbury apareció por fin en la bocacalle. Venía por Maipú y siguió derecho. No tenía nada que ver con la policía.

Maidana reanudó la marcha por Lavalle, hacia el Bajo, apresurando el paso cada vez que llegaba a uno de los faroles. Tuvo un nuevo sobresalto cuando un perro le ladró desde atrás de un cerco, pero el animal ya se había calmado cuando él cruzó San Martín. Los únicos ruidos eran los de sus propias pisadas sobre la tierra humedecida por la lluvia de los últimos días, el croar de las ranas en los pantanos de la costa y el canto de los grillos.

Una burda cartelera apoyada contra un poste de alumbrado ostentaba un mensaje escrito con macizas letras negras: Nuestra dignidad rechaza la tentación del materialismo que ha subyugado al mundo. El "affiche" tenía despegado el ángulo superior derecho, y el fugitivo agarró al pasar la punta colgante y le dio un fuerte tirón. Previsiblemente, debajo del cartel apareció otro lema: Somos el último reducto de la civilización occidental. ¡No nos asusta estar solos! Maidana hizo una mueca y se alejó con paso rápido del círculo amarillento proyectado por la oscilante lámpara de querosén.


El hombre estaba colocado de cara a la nave, y sus brazos abiertos en cruz parecían querer abarcar el hemisferio inferior del vehículo espacial. Frotó la mejilla contra la áspera superficie metálica, dejando un húmedo rastro de lágrimas. Era como llorar sobre las estrellas. De su pecho brotó un grito ronco:

¡Por favor, déjenme entrar! ¡Soy amigo de ustedes!


El instinto empujaba a Maidana hacia el río. No se trataba de que por allí fuese más fácil escapar. Todas las vías de salida, por agua, tierra o aire, estaban clausuradas. Hacía siglos que ninguna embarcación tocaba esa costa. Nadie salía del país y la navegación estaba terminantemente prohibida. Uno de los principios más perdurables del régimen era: Cerremos nuestras fronteras al espejismo materialista. Para cumplir esta consigna se suspendió primero la entrada y salida de turistas, después se vedaron los viajes de estudio y por fin se proscribieron el comercio y el intercambio de correspondencia con el exterior. La nostalgia por una civilización con la que estaban cortados todos los vínculos se convirtió en el patrimonio clandestino de unos pocos réprobos e inadaptados.

Pero a pesar de que no podía concebir la esperanza de encontrar refugio más allá del lodazal de Leandro Alem, Maidana se metió en el barro y llegó al monte de la costa. Se interno enre las malezas; procurando no tropezar con los troncos caídos y eludiendo las zanjas y las ciéngas. Las primeras luces del día le mostraron el camino. El olor que emanaba de la madera húmeda, podrida, y de los charcos estancados, se fue haciendo más penetrante. Los zapatos se le llenaron de agua y las perneras empapadas del pantalón se le adhirieron a la piel. Los mosquitos formaron una nube tupida alrededor de su cabeza y sintió sobre las pantorrilas el breve lancetazo de las sanguijuelas.


El hombre golpeaba la superficie blindada con los puños, sin hacer caso de la piel desgarrada de sus nudillos. Cada golpe dejaba una mancha de sangre, pero no experimentaba dolor. Sólo quería que abriesen la escotilla, que le brindasen asilo en las entrañas de la cápsula resplandeciente. Gritaba y golpeaba. Gritaba y golpeaba. El rumor que brotaba del interior de la nave se hizo más parejo e intenso. Las llamitas azuladas volvieron a asomar por los tubos de los propulsores. La atmósfera se estaba recalentando.

—¡Abran! ¡Abran!


Mientras avanzaba entre las malezas, Maidana se dijo que era paradojal que su propio hijo hubiese revelado a las autoridades la existencia del álbum. La misión que le tenía reservada era muy distinta. Carlitos debería haberse convertido en el custodio del álbum apenas entrado en la adolescencia. Así era como siempre se había transmitido las posesión de esa reliquia. Así era como Guillermo Maidana la había recibido de manos de su padre, quien en ese instante solemne le había relatado su historia.

Uno de sus antepasados había prestado servicios en la flota aérea que realizó los últimos viajes al exterior. Fue él quien recopiló esa serie de fotos que abrían una frágil ventana hacia la civilización universal. La familia conservó el álbum cuando poco después el régimen ordenó la requisa de todos los elementos que exaltaran "el falso progreso materialista", desmereciendo "la austera tradición del individualismo autóctono". Así comenzó la desobediancia y el álbum se convirtió en un arcano objecto de culto.

Muchos domingos, cuando Carlitos se iba a jugar al parque con sus amigos, él y Marta aprovechaban le soledad para sacar el álbum de su escondrijo y hojearlo. Este rito, que sus antepasados debían de haber repetido en infinitas oportunidades, los trasladaba a un mundo de ensueño e irrealidad. La foto de los gigantescos centros para la desalinización del agua de mar instalados en el Sahara aparecía junto a la de las cúpulas transparentes de supervivencia que salpicaban el alucinante paisaje púrpura de Marte; al lado de una foto de los rascacielos de Karachi se veía otra que había captado los intrincados arabescos de la elástica y gris vegetación venusina; una placa de colores radiantes mostraba las veinte terrazas artificiales superpuestas donde se cultivaba trigo en Sinkiang, y otra reproducía la orgullosa silueta del Einstein III, la primera nave espacial en cuya dotación estuvieron representadas todas las naciones que integraban el Consejo Mundial. La última foto del álbum mostraba un panorama brumoso, en cuyo fondo se erguían unas torres colosales de piedra verde: era Agratr, la primera ciudad de seres extraterrestres hallada por los exploradores del Consejo Mundial …

Maidana experimentó una honda sensación de repugnancia al pensar que ahora el álbum estaba en poder de los agentes de seguridad del régimen. En el país quedaban pocas colecciones tan completas de imágenes prohibidas.


El hombre arañaba el fuselaje de la nave. Tenía las uñas destrozadas por el violento roce contra la superficie metálica. Sus manos eran dos llagas sanguinolentas. Insensibilizado, no se dio cuenta de que aumentaba el calor a medida que los tubos propulsores vomitaban más llamas azules sobre su cabeza. No oyó el creciente rugido de los motores de la nave. Sólo una idea permanecía incrustada en su cerebro. Debía atravesar la cáscara blindada que lo separaba del interior del vehículo espacial.

—¡Abran! ¡Abran!

El estrépito de los propulsores ahogó su voz.


Maidana se detuvo bruscamente y cerró la mano con fuerza sobre la rama de un árbol. Sus pies se hundieron un poco más en el barro del pantano, pero no hizo caso de ese detalle. Otra imagen absorbía su atención.

Se encontraba en el lugar donde el monte empezaba a ralear nuevamente. A partir de allí se extendía una franja de arena, limo y toscas, y dos cuadras más adelante estaba el río. Oyó el chapoteo del agua y la resaca. Aunque no era eso lo que lo había paralizado.

Los rayos del sol centelleaban con brillo enceguecedor sobre un gigantesco disco metálico. Era una nave. Una nave espacial. Sobre la cúpula que combaba su parte superior ostentaba el emblema del Consejo Mundial. Y se hallaba posada sobre la playa, inmóvil, separada de Buenos Aires sólo por los pantanos y los matorrales del Bajo.

Maidana comprendió que algo anormal tenía que haber ocurrido. Él había seguido muchas veces con las vista las trayectorias rutilantes de las naves del Consejo Mundial que surcaban el cielo. Pero desde hacía veinte años jamás se posaban en el territorio prohibido. En aquella oportunidad, una nave había descendido cerca de Tandil, por una falla en el mecanismo del orientación. Sus tripulantes salieron en busca de auxilio y una patrulla de vigilancia los acribilló a balazos. Al día siguiente se publicó un bando annunciando que las fuerzas de seguridad habían descubierto y aniquilado a un grupo de infiltrados extranjeros. La historia se convirtió en tema central de la propaganda del régimen durante un año, y después no se volvió a hablar del asunto. El vehículo espacial abandonado, que resultó ser indestructible, fue rodeado con una empalizada para que no despertase curiosidades malsanas.

Esta nave también debía de haber sufrido alguna avería, pero su dotación ya conocía los riesgos que implicaba descender allí. Las escotillas estaban herméticamente cerradas y la playa se hallaba vacía alrededor del vehículo espacial. Sin duda los mecánios trabajaban aceleradamente en el interior para reparar el desperfecto y partir antes de que avanzase la mañana y apareciera una patrulla de vigilancia.

Maidana caminó hacia la nave, primero con paso lento y cauteloso, y luego cada vez con más prisa. Atravesó a la carrera el último tramo de playa. Sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas…


Habia caido de rodillas bajo la comba del fuselaje. Tenía el rostro cubierto con las manos y la sangre de sus dedos lacerados se mezclaba con las lágrimas que rodaban por sus mejillas. Los motores rugieron sobre su cabeza. La columna de fuego azulado que brotó de los propulsores envolvió a la figura hincada sobre la playa y luego pareció solidificarse para sostener la nave a medida que ésta se elevaba. El aire despladazo formó un torbellino que agitó las ramas de los árboles más próximos y levantó una nube de polvo calcinado y cenizas. Después, poco a poco, el polvo y las cenizas volvieron a posarse blandamente sobre la playa desierta.



Eduardo Goligorsky was born in Buenos Aires, Argentina, in 1931, and has lived in Barcelona, Spain, since 1976. He has worked as a translator, a journalist, and an editor, as well as writing science fiction stories, detective stories, and political essays. He is published in both Argentina and Spain.

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