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La reina Estigia de Nonchalant miró de reojo el trono vacío a su derecha y sintió, con un destello de culpa, que la perfecta simetría de la sala se resquebrajaba. Habían pasado once días desde que el rey Lázaro, su esposo, había desaparecido y solo quince desde que habían contraído matrimonio en presencia de sus amorosos súbditos, los mismos cuyas miradas de desconfianza ahora atraía.

Estigia aún no se acostumbraba a estar sentada en la sala del trono, en esencia, sin hacer nada. Las decisiones de los próximos meses habían sido tomadas por su marido, por lo que las audiencias que debía atender eran de lo más irrelevantes.

Isaías, el más fiel consejero del rey Lázaro, hacía un esfuerzo demasiado evidente por mantener la distancia y la prudencia, y ofrecerle los mismos buenos consejos que al monarca, si bien ambos temían que el rey no aparecería. Pasadas casi dos semanas, consumido el más intenso dolor inicial, Estigia ya se atrevía a expresar sus deseos.

—Sigo sin sentirme cómoda con Esmeralda todo el día a mi lado junto al trono. Sin duda preferiría que la encadenáramos a la pared— dijo una mañana la reina, apuntalando con firmeza sus palabras para que fueran percibidas como una orden.

—Eso no será del agrado del animal, mi Señora.

Esmeralda era una pantera negra de ojos color turquesa que yacía a los pies del trono de Lázaro. Un animal de su tamaño y majestuosos rasgos no podía ser considerado una simple mascota. Era la más valiosa defensora del palacio y las garras del propio rey, siempre a sus pies, dispuesta a enseñar los colmillos a quien emitiera la más leve ofensa hacia Su Majestad —algo que, obviamente, no sucedía a menudo—. Sin embargo, cuando en alguna de las cenas de palacio el alcohol causaba estragos en algún cortesano y el pobre inconsciente pretendía bromear con Lázaro, el animal saltaba encima de la mesa y dejaba caer su pestilente saliva sobre la camisa de terciopelo del infeliz.

En un principio, Lázaro había mostrado cierta preocupación por cómo Esmeralda recibiría a su futura esposa y, sorprendentemente, según él todo había ido como la seda. La pantera permitía sin problema que Estigia paseara junto a Lázaro por el jardín zen y que compartieran la misma alcoba. Había aceptado sin reparo el lugar donde debía pasar la noche de ahora en adelante: a las puertas de la habitación principal de los monarcas. Y Estigia, a pesar de que no podía decir que hubiera tenido conflicto alguno con el felino, no se sentía segura, sobre todo desde la desaparición del rey.

Una tarde, después de una intensa reunión con sus asesores, Lázaro se retiró a sus aposentos para descansar. La pantera lo escoltó. Estigia permaneció en uno de los patios interiores con dos de sus doncellas, preparando la tela para su labor. El rey se acercó a besar su mejilla, acompañado del animal. Esa fue la última vez que estuvo con él. Se encerró en sus habitaciones y nadie más volvió a verlo. Encontraron a Esmeralda a los pies de la cama vacía. Las sábanas estaban revueltas. Tal vez Lázaro había desaparecido en una de sus frecuentes pesadillas.

Lejos de disponer de todo el tiempo del mundo para llorar su pérdida y mitigar su desconsuelo, Estigia de Nonchalant hizo acopio de todas sus fuerzas y su férrea voluntad: tenía un reino que gobernar. Tomó la decisión de hacerse fuerte en el castillo y de no permitir que nadie, bajo ningún concepto, la bajara del trono que tan a pulso se había ganado. Organizó una comisión que se ocuparía de investigar la desaparición del rey y ella retomaría con ahínco el principal quehacer de su esposo: sentarse en el Trono Bajo el Aire y mirar al universo.

Si apenas albergaba esperanzas de, con el tiempo, deshacerse de Esmeralda, poco había que hacer respecto a su idea de trasladar el asiento real a otra estancia. El Trono Bajo el Aire estaba en un inmenso salón descubierto, en pleno contacto con el cielo. Con Dios, decía Isaías. Sin techo, sin protección, sin piedras que se desprendieran. Con tormentas, con buitres danzando en círculos sobre su corona, con el sol que cegaba sus ojos a última hora de la tarde. Permanecer allí durante el día, recibir a los súbditos en aquel asiento, era, había dicho Isaías, un deber inalterable. No podía cambiar el trono de sitio.

—Absolutamente innegociable. Los cortesanos jamás aceptarían la demolición sin concesiones de esta tradición centenaria. Todas las reinas sin excepción han aguantado, mi Señora. El regente debe permanecer en el trono oxidado, soportando tormentas de agua y nieve, y los ocasionales deshechos de las águilas que lo sobrevuelan.

El tatarabuelo de Lázaro, decían, había sido alcanzado por un rayo mientras cumplía su deber: estar sentado en el Trono Bajo el Aire. Sin duda era una información de la que Estigia hubiera preferido prescindir y por ello lanzaba constantes miradas de temor a algo tan inofensivo y a la vez inabarcable como la atmósfera. Me acostumbraré, pensaba.

La primera mañana de la reina sentada sola bajo el cielo no pudo ser más aparatosa. La lluvia llegó sin concesiones, tras un estruendo que retumbó en toda la estancia. Estigia se agarró a los desagradables y rugosos brazos del centenario trono oxidado y cerró los ojos mientras el agua se deslizaba por su rostro y su melena rubia se oscurecía varios tonos. Nunca lo reconocería, pero lloró en silencio. Dejó ir las lágrimas con toda tranquilidad, sabiendo que los cortesanos, que permanecían a cubierto en los laterales de la nave, las confundirían con las imperiosas gotas de lluvia.

La reina observó el comportamiento de la pantera en aquellos primeros días. El animal permanecía a los pies del trono contiguo, el del rey, extrañamente tranquila. No mostraba hacia ella un rechazo manifiesto, sino la mayor de las indiferencias. Pero si había algo que a Estigia la carcomía era la posibilidad de que el animal supiera, o fuera consciente de alguna manera, de qué era lo que le había sucedido a su esposo.

—Si tan solo pudieras hablar, Esmeralda— susurró la reina en medio de la lluvia, con su vestido ya arruinado.

El animal le devolvió una mirada envenenada con sus ojos turquesa. Aquellos ojos eran tan punzantes que hablaban, desde luego que hablaban. El problema era que nadie podía interpretar lo que decían.

La comisión de investigación había seguido a Esmeralda durante algunos días por las estancias del palacio, y le permitieron adentrarse en todos los lugares que normalmente le estaban vetados, como las cocinas, con la esperanza de que les condujera hasta una pista fiable que les permitiera dar con el rey. Se revisó todo el correo que había llegado al palacio en el último año, buscando alguna posible amenaza que hubieran pasado por alto. No era Lázaro un monarca con un gran número de enemigos, pero sus cosechas de Marea, la planta de la que se extraía la Partícula de la Plenitud, era la envidia de los reinos vecinos.

La Partícula de la Plenitud era la principal materia prima con la que se elaboraban de manera artesanal las píldoras Kaspar, un antidepresivo sin importantes efectos secundarios que había hecho del reino un lugar mejor. La planta de la Marea, a pesar de que en un principio había sido generosamente cedida a otros reinos, solo parecía arraigar en los campos del reino de Lázaro, gracias a las constantes lluvias que el rey debía soportar en su propio rostro, sentado día tras día en su trono descubierto.

—El Trono Bajo el Cielo es un imán para esta agua sagrada que ha traído la riqueza a nuestro reino— decía Lázaro, sonriendo, con el pelo empapado.

Mientras esperaba que la lluvia amainara, Estigia de Nonchalant deslizó una píldora Kaspar bajo su lengua y al momento se sintió mejor, aunque el efecto real se demoraría aún unos minutos. Sus órganos acogieron la cápsula de la alegría con un clamor que no supo disimular del todo.


El segundo día de la reina como Reina no fue mejor. No había ninguna audiencia prevista. Isaías prefería hacer esperar a los súbditos, ya que consideraba que Estigia no estaba en condiciones ni poseía aún la claridad mental necesaria para tomar las decisiones más acertadas. La excusa era indiscutible: la Señora se sentía aún profundamente conmocionada por la desaparición de su esposo. Sin embargo, uno de los aspectos positivos de los matrimonios de conveniencia era que una tragedia de este tipo no acababa de minar el ánimo de Estigia, más pendiente de modificar aquello que no era de su agrado con el fin de sentirse cada día más cómoda en su nuevo cometido. No había ningún pensamiento oscuro en su proceder: si la Señora estaba a gusto, ello se reflejaría en su talante en el trono.

Aquel día la delicada piel de las manos de Estigia sufrió un par de severos cortes, debido al óxido dorado que recubría los reposabrazos. Por supuesto, cubrirlos con una tela amable no era una opción. Los cortes y magulladuras en la piel formaban parte del martirio que atraía la riqueza a la región. A pesar de que las nubes tapaban el cielo, oscureciendo aun más la lúgubre sala del trono, lo que molestó a la reina aquella mañana fue un grupo de seis buitres volando en círculos sobre el asiento real. Al cabo de unas horas, se posaron con diligencia sobre una de las aristas de la sala, en línea, como las notas funerarias de un pentagrama, y dirigieron sus ojos de pájaro carroñero hacia ella.

Debido a esta desagradable e inquietante presencia, Estigia no pudo concentrarse en su ejercicio de meditación. Antes de ejercer como Reina, meditaba en el jardín zen en compañía de sensei Hirogui. Hasta el momento en que se desposó con Lázaro jamás había tenido contacto con aquella disciplina, en la que encontraba una paz inabarcable. Isaías sabía perfectamente que “la paz” se debía a la dosis de Kaspar que tomaba antes de cada sesión. En los últimos días, al no tener tiempo apenas para acercarse al jardín zen, Estigia no tuvo ningún problema en practicar su meditación en el trono, a falta de quehaceres concretos.

Abrió los ojos despacio con el tercer graznido de los buitres, visiblemente molesta.

—Algo que sí podríamos hacer, Isaías, es recubrir los bordes al aire de las paredes con grandes clavos para evitar que esos pájaros se posen. Coincidirás conmigo en que la compañía y la mirada atenta de buitres carroñeros no es de recibo.

Isaías, quien permanecía de pie junto a la escalinata, dudó antes de contestar. Era la primera vez que veía buitres sobrevolar el Trono Bajo el Cielo y ciertamente le daba muy mala espina. Había visto águilas; albatros y gaviotas, por la proximidad del mar, cigüeñas, incluso cóndores. Pero jamás buitres carroñeros. A él también le habían provocado un escalofrío, pero mantuvo su diplomático sosiego habitual.

—No debería temerlos, Señora. Estando Esmeralda a su lado, no tiene por qué preocuparse. Ella no permitiría que le rozasen si quiera. Es, de hecho, uno de los motivos por lo que no podemos encadenarla. La pantera es la primera defensora de los monarcas.

—Pero si me odia, Isaías. Este animal me profesa una fiera, evidente y absoluta indiferencia.

Esmeralda la miró mientras pronunciaba estas palabras pero no hizo el más leve movimiento.

El consejero suspiró.

—Estudiaré con la comisión la viabilidad de la colocación de clavos en los bordes de la sala, Señora. Al fin y al cabo hemos de reforzar la vigilancia sobre el castillo después de lo sucedido.

A pesar de que uno de los guardias intentó ahuyentar a los buitres lanzando piedras que alguien mandó traer, los pájaros volvieron a posarse sobre una de las esquinas de la sala al cabo de unos minutos.

—Bien, viendo que hoy no hay mucho más que hacer en el trono y que no parece que esas nubes vayan a descargar, me retiraré un rato al jardín zen a continuar con mi meditación. Si la lluvia aparece, regresaré enseguida a recibirla. Si no es así, doy por concluida mi permanencia de hoy.

La reina se levantó del trono, molesta por la presencia de los buitres, y abandonó la estancia seguida por dos de sus doncellas, quienes se deslizaban siempre unos pasos por detrás, siguiendo su impoluta estela. Estigia no esperó ningún gesto de aprobación de Isaías. Poco a poco se iba sintiendo más segura al utilizar con él un tono imperativo. Había prestado mucha atención a los diálogos entre el consejero y su marido, el rey. En ocasiones, Lázaro se dirigía a él con un tono sumiso, olvidando por momentos que él siempre tenía la última palabra. Isaías había afianzado su posición en el castillo en los últimos años.

En cuanto abandonó la estancia, Esmeralda se subió a la silla de la reina, bajo la mirada estupefacta de los cortesanos. Ninguno se atrevió a hacer bajar a la pantera.


Estigia llegó al jardín zen y encontró al viejo sensei arrodillado junto al estanque de los barbos. La exuberante vegetación y el canto de pájaros amables la envolvieron, y la turbación que traía consigo empezó a disiparse. Las doncellas, Lira y Marianne, se sentaron en una piedra plana al otro lado del estanque. La reina se acomodó en otra, cerca del maestro oriental, quien como de costumbre, no le dirigió la palabra.

—Voy a meditar, sensei. Esta es la hora en que solía hacerlo mi marido. Espero que allá donde esté, él también se entregue a esta reflexión profunda y consigamos conectar. Últimamente tengo la impresión de que solo así lograremos encontrarle.

El maestro inclinó la cabeza en señal de aprobación, recogió sus enseres y se instaló en una piedra cercana a la de la reina, dispuesto, como cada día, a acompañarla en su ejercicio.

Pero Estigia no consiguió dejar su mente en blanco.

No podía dejar de pensar en aquellos buitres sobrevolando el castillo, posándose sobre sus paredes, mirándola con desidia.

Se tumbó sobre la piedra y suspiró. Desde aquella posición podía ver perfectamente el balcón de la alcoba real, muy cerca del lecho que había compartido con Lázaro. Entre la balaustrada vio a Esmeralda, quien había abandonado la sala del trono poco después de que ella se marchara. La pantera había hecho del balcón del dormitorio real su lugar favorito. Excepto las horas en que la Reina permanecía en el Trono Bajo el Aire y debía acompañarla, el animal prefería quedarse allí, incluso por la noche. En un principio, Estigia no estaba dispuesta a permitir que el felino pernoctara cerca de ella, pero no hubo manera de privarla del balcón, desde el día en que Lázaro desapareció. Arañaba puertas y gruñía hasta que una de las doncellas le permitía entrar en los aposentos. Cuando estaba dentro, hacía caso omiso de Estigia y sus damas de compañía. Se dirigía directamente al balcón y miraba la luna hasta que se dormía. La reina mandó construir rápidamente una verja corredera a modo de puerta, para evitar que la pantera se abalanzara sobre ella durante la noche.


El tercer día de la reina como Reina, Estigia sufrió un sobresalto descomunal. Un gran estruendo en plena sala del trono provocó que los guardias y Esmeralda saltaran como un resorte.

Después del desayuno, Estigia había permanecido sentada en el trono, recibiendo la lluvia. Al cabo de unas horas, el cielo se despejó y la estancia se iluminó. El musgo que cubría las juntas de las piedras en la parte superior de la sala casi fosforescía con la luz del sol. Entonces, algo cayó del cielo, justo delante del trono. Un gran cesto de mimbre se precipitó ante la reina de manera violenta. De él salió un hombrecillo de mediana edad que rodó por la alfombra real. Topó con el primer escalón que ascendía hacia el trono y los guardias desenvainaron rápidamente sus espadas y las empuñaron en dirección al intruso.

La pantera saltó hacia la escalinata y se interpuso entre el hombre desorientado y la reina, enseñó los colmillos y se mantuvo a la expectativa. Al cabo de unos segundos, cayó, destrozada, la lona que había sujetado la cesta de mimbre. El globo ya no existía. Estigia necesitó unos segundos tras el alboroto inicial para entender que no había ningún peligro. Era solo una de las cosas que podían caer del cielo y que ella debía recibir con gratitud.

El hombre se levantó renqueante, ayudado por Fulcio, la mano derecha de Isaías. Miró a su alrededor con el rostro desencajado, los ojos queriendo escapar de sus órbitas, y entendió al instante la situación en la que se encontraba. Tan pronto consiguió estirar las piernas, volvió a doblarlas para arrodillarse ante la reina Estigia.

—¡Cuánto lo siento, Majestad, y cómo he de suplicaros que perdonéis mi accidente!

Estigia palpó el lomo de la pantera y esta se apartó, descartado el peligro.

—Puede levantarse— contestó, animada ante la repentina audiencia—. ¿Nos explicará qué ha sucedido? Supongo que ha leído en los bandos que está prohibido sobrevolar la sala del trono con esos globos aerostáticos que tan de moda están, ¿no es así?

El rubor acudió de manera instantánea al rostro del hombre, que se presentó como Eliseo Mesner, Inventor. Sí, Estigia lo recordaba de una exhibición a la que acudió con Lázaro cuando solo era su prometida. Un hombre muy interesado en construir, testear y perfeccionar vehículos para desplazarse por el aire.

—Efectivamente, Majestad. Y permitidme la osadía de aseguraros que en ningún momento he pretendido sobrevolar vuestro inmaculado trono, y mucho menos aterrizar de una manera tan brusca ante él. Pero aún tengo el susto en el cuerpo, Señora. No por la caída. Estoy acostumbrado a caer del cielo con más o menos fortuna, por ello intento no elevarme demasiado. Esta vez ha sido un pájaro. No un pájaro normal, entiéndanme. Era un pájaro gigantesco.

El hombre hizo una pausa en su discurso para sacar de su bolsillo un pañuelo con el que enjugó el sudor que empezaba a recorrer su rostro al recordar las dimensiones del animal.

—¿Una cigüeña?— preguntó Isaías.

—No era una cigüeña, ni una garza, ni una avutarda— contestó.

—¿Entonces qué era?

—No sé si me explico bien. No era nada que ninguno de nosotros hayamos visto jamás. Si no fuera porque lo vi flotando en el cielo ante mis ojos diría que no era de este mundo. Esa ave me miró como si hubiera perturbado su vuelo y violado su espacio. Con toda crueldad lanzó su pico contra la tela y la despedazó. Por suerte no estaba a demasiada altura, de lo contrario no estaría contándoselo a ustedes y presentando mis respetos ante la reina. No ha podido ser lejos de aquí. ¿No lo ha visto Su Majestad sobrevolando el trono?

Estigia negó con la cabeza, aunque no era la primera vez que llegaban noticias de este tipo.

En los últimos veinte años, en los que se había hecho extensiva la cosecha de Marea en el reino de Lázaro, se habían observado los diferentes efectos que causaba la materia prima de la felicidad en las aves que picoteaban las plantas. Se habían vallado los campos de Marea con el fin de evitar en la medida de lo posible que los coyotes, los linces y los jabalíes mordieran las bayas y que la Partícula de la Plenitud explotara en sus inconscientes gargantas. De esta manera se evitaba que dieran vueltas histéricas sobre sus propios ejes, que se asomaran a las ventanas de los hogares, que rieran desesperados y lloraran aliviados.

Con el estricto e inviolable cerco alrededor de las cosechas se alejó a los animales de la planta poderosa, pero no a todos. Las aves que ignoraban a los espantapájaros seguían cayendo en picado sobre la Marea. Y entonces empezaron las mutaciones. Y no de una manera evolutiva. Sucedió de repente. Algunos pájaros se agigantaron. O eso decían. Nadie hasta el momento los había visto con sus propios ojos. Lo habían oído de los recolectores, de las vendedoras de flores en la plaza, de los parroquianos de la taberna, del inventor caído del cielo. Pero Estigia, desde luego, jamás los había visto. Lázaro tampoco.

—Esperamos que no vuelva a suceder— replicó Estigia—. Puede retirarse.

El magullado Eliseo Mesner entendió que la recepción había llegado a su fin. Hizo un amago de arrastrar la cesta de su globo hacia el portón de entrada, sin éxito. Los guardias se encargarían de retirarla. Recreó una renqueante reverencia ante la reina y se retiró caminando hacia atrás, sin duda conocedor del protocolo: sin dar la espalda al trono.

Estigia levantó la vista hacia el cielo. Las nubes traían de vuelta la lluvia a la que empezaba a habituarse. Cuando cayeron las primeras gotas, Esmeralda se desperezó y abandonó el trono. Se dirigió con sinuosos pasos al lateral de la nave, con el fin de resguardarse de la lluvia. Se estiró y observó a la reina mientras el sueño acudía a sus parpados, dejándola sola con su martirio.


Esa misma tarde, atraída ya la lluvia para la cosecha, Estigia se estiró en el lecho conyugal y pasó la mano por el lado de la cama donde solía dormir Lázaro, el más cercano al balcón. Esmeralda, como de costumbre, permanecía ahí fuera, observándola. Hacía solo unas horas que había regresado el grupo de hombres que llevaba a cabo la batida diaria en la afanosa búsqueda del desaparecido rey, con el mismo resultado infructuoso. Lázaro seguía sin dar señales de vida. El refugio que había buscado en la meditación tampoco le había ofrecido respuestas.

Tras unos minutos que le parecieron horas, y que ocupó dando vueltas en la cama, tratando de captar la esencia del cabello de Lázaro, Estigia pensó que necesitaba un plan más concreto si quería hacerse con las riendas del palacio. Pensó en cómo Isaías reconducía sus opiniones, en la estúpida superstición del trono bajo la lluvia, en la pantera, que en aquel momento pasaba su garra por la verja de madera, reclamando su atención o, tal vez, entrar en la habitación. Estigia se sentó a los pies de la cama y la observó. Una idea le acababa de cruzar la mente. ¿Podría ganarse la confianza del animal, tal y como había hecho su marido? La miró a través de la verja. ¿Podrías acabar con Isaías, Esmeralda? ¿Podrías deslizar tus garras sobre su vieja garganta esta misma noche?

La reina se levantó y se sentó ante su tocador. Se miró al espejo y empezó a cepillar su larga y desmadejada melena rubia. Desde que debía sentarse a recibir las tormentas apenas se molestaba en peinarse bien, algo que, estaba convencida, no gustaba a Isaías. Se engarzaba la corona en la frente y dejaba el cabello caer libremente sobre sus hombros. Al deslizar el cepillo, sintió el tacto apelmazado del pelo, que olía a atmósfera y a castigos divinos, a relámpago y a plumaje de buitre.

El gruñido de Esmeralda la interrumpió. El felino empezó a proferir los inquietantes sonidos previos a los rugidos que indicaban sin lugar a duda que estaba inquieta. La reina no tenía apetito. Se giró hacia Lira, su doncella de confianza, y le pidió que la dejase sola.

—Hoy no asistiré a la cena, estoy algo cansada—dijo—. Si me encuentro mejor y el sueño no me vence, bajaré a las cocinas a medianoche.

—Pediré que os dejen algo preparado, mi Señora— contestó la doncella, retirándose sin cuestionar la voluntad de la reina—. Estaré en la habitación contigua. Podéis llamarme a cualquier hora de la noche si os encontráis indispuesta.

Cuando se hubo marchado, Estigia se acercó a la verja que mantenía a Esmeralda encerrada en el balcón. Una medida algo ingenua, había pensado, pues la pantera sería perfectamente capaz de destrozarla con sus garras si así lo quisiera. El animal interrumpió sus gruñidos en cuanto se acercó a ella y deslizó la compuerta. La empujó con la cabeza, pidiéndole que la acompañara en el balcón. Incluso mordió los bajos de su falda durante unos segundos y estiró. La reina nunca la había acariciado y aquella noche tampoco sería la primera vez. Se agachó, la miró a los ojos de color azul y le preguntó una vez más por Lázaro. ¿Dónde fue? ¿Quién se lo llevó, Esmeralda?

En uno de los bolsillos de su falda, la monarca guardaba un frasco de pastillas Kaspar, del que echaba mano demasiado a menudo. Sabía que las píldoras eran en su esencia inofensivas, pero el hecho de sentir la necesidad de tener que llevarlas siempre encima empezaba a preocuparla. Lo abrió y extrajo una de las cápsulas. La introdujo en la boca de Esmeralda, sorteando los colmillos con sus níveos dedos.

La oscuridad empezaba a precipitarse sobre el reino de Lázaro y una joven luna hizo su aparición en el cielo, despejado ya de nubes. El aire era cálido y húmedo. La pantera, que yacía en el balcón de piedra, se mimetizó con la noche y empezó a emitir un suave y placentero ronroneo. Estigia abrió de nuevo el frasco de Kaspar y vació todo el contenido en su boca. Cogió una de las banquetas de terciopelo que había junto a la cama y la arrastró hacia la balaustrada. Aquella noche quería sentir el regocijo químico bajo la luz de la luna y cerca de sus sábanas, multiplicado por diez, por doce. No sabía exactamente cuántas pastillas se había tragado, pero ya notaba el placentero gusano recorriendo su epidermis.

Estigia se sentó, preguntó al cielo dónde estaba el rey desaparecido, ya que la pantera no podía contestarle aunque supiera perfectamente su paradero, o al menos, la manera en que desapareció. Posó su melena dorada sobre la baranda de piedra, abandonándose al sueño. Mientras se dormía, observó como los ojos de Esmeralda permanecían más abiertos que nunca. Pero la pantera no la miraba. La vigilaba.

El sueño de Estigia fue de un realismo espeluznante. Soñó que un pájaro negro de dimensiones descomunales —sus alas extendidas ocuparían el tamaño de la pared de cualquiera de sus generosas alcobas— la observaba desde hacía rato, posado sobre el torreón adyacente, mientras ella ingería las píldoras anti-tristeza. No podría describir con seguridad su forma ni determinar su tamaño exacto. Tampoco recordaría sus ojos, pues eran tan negros y opacos como su pelaje. Sí percibiría el destello irisado de su enorme pico y la firmeza de sus garras, que se cerraron en torno a cada uno de sus brazos, con cuidado de no rasgar la tela de su vestido. Ya dormida, el pájaro se elevó en el aire con su presa, la reina Estigia de Nonchalant.


Cuando despertó, Estigia creyó explotar de felicidad. Estaba en los brazos de Lázaro. El rey estaba vivo. Había sido él quien había deslizado su rugoso y mugriento dedo por su mejilla, arrancándola del sueño del pájaro negro. Sonrió y sintió la calma absoluta durante unos instantes. Después repasó, desde sus brazos, el rostro demacrado y sucio de su esposo. La reina se incorporó. Estaba en un lecho de ramas y plumas negras. Lázaro tenía un aspecto horrible, heridas mal curadas y una pierna amoratada. Palpó su frente enfebrecida.

—Ahora no está, se ha marchado. Nos traerá comida— dijo Lázaro—. Cruda, eso sí. Casi siempre frutos silvestres.

Estigia lo miró horrorizada y se separó de sus brazos. Se levantó y palpó la piedra blanca y redonda que había en el centro del ramaje.

—Es uno de sus huevos. Llevo unos días preguntándome si viviré lo suficiente para verlo resquebrajarse.

Debajo del gigantesco nido solo había una montaña escarpada e inaccesible. Al fondo, a muchos kilómetros de distancia, distinguió la silueta del palacio y los campos de Marea, recibiendo las primeras luces del día.

—¿Qué vamos a hacer? Tenemos que bajar— dijo Estigia, con la voz entrecortada, colapsada por el horror.

—Ya lo he intentado y este fue el resultado— dijo Lázaro, señalando su pierna rota, torpemente inmovilizada con ramas.


En el momento en que la reina cerró los ojos colmados de Kaspar, la pantera se levantó y dejó el balcón. Se dirigió hacia la sala del trono, sorteando a los cortesanos y las doncellas que, pasado el crepúsculo, se dedicaban a tareas relajadas. Nada más entrar en la sala descubierta, la pantera subió de un salto al asiento real. Al día siguiente sería ella quien recibiría la lluvia.



Tamara Romero was born in Barcelona. She writes speculative and bizarro fiction in both Spanish and English. She is the author in English of Her Fingers (Eraserhead Press, 2012), and in Spanish of the books Arcana (Ciudad Escalera #1) (self-published), ¡Pérfidas! (Aristas Martínez, 2014), and La momia y la niñera (Sociedad Júpiter, 2016). Her short fiction has been featured in Visiones, Presencia Humana, and Supersonic Magazine, among others. Her story "El aeropuerto del fin del mundo" ("The Airport at the End of the World") won an Ignotus Award in 2014. You can visit her online at www.tamararomero.com.
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