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Mientras permanecieran adentro, existirían.


Desde de la Isla Vasilievski —sobre el parque que se ubica justo frente al Museo Naval y en medio de las dos columnas rostradas que marcan la bifurcación del Neva—, los motores estáticos de la Terpsícore atronaban todo San Petersburgo. La ciudad estaba lista para que su hija dilecta emprendiese el primer viaje inmóvil de la historia: la nave, que jamás dejaría la ciudad, recorrería media galaxia.

El sonido se había convertido en un ruido de fondo y ya nadie lo advertía. O tal vez no fuese un sonido sino más bien una vibración, como el tono más grave de un contrabajo, sentido en la piel más que en los oídos.

La no-partida de la Terpsícore —o, mejor dicho, de la Svekla, que era como su tripulante y el público habían rebautizado a la inmensa mole hojaldrada color burdeos-rosáceo: «la remolacha»— era parte de los festivales de las Noches Blancas. En realidad, constituía el ápice de unas celebraciones que habían atraído aún más turistas que los habituales. A los asistentes a las funciones de ballet que se multiplicaban en teatros, plazas y escolleras, se les sumaban ahora los curiosos que venían a observar… lo inobservable.

Entretanto, la capitana Stephana Yurievna Levitánova revisaba vanamente los datos que la Academia y la propia Svekla ya habían calculado y recalculado millones de veces antes que ella, y con mayor precisión. Inconscientemente pasó la mano por la insignia brillante que estrenaba en el uniforme. Su rango la confundía. Ahora era un capitán sin tareas que supervisar ni tripulación que gobernar; y luego probablemente fuese un capitán más entre decenas de otros con su mismo rango. ¿Por qué no mantener simplemente su título de ingeniera? ¿Para qué darle una inútil comisión de mando?

—¿Y para qué querer comprender a la burocracia? —se dijo a sí misma en voz alta; y la pregunta, aunque susurrada, retumbó en la enorme cabina, como un grito.

Una risa corta y apagada resonó detrás de ella.

Stephana no pudo evitar sentir un escalofrío. Después de todo, viajar con un muerto no era algo común.

Sus nervios se crisparon visiblemente y apretó los puños mientras un rictus entumecía su suave quijada. A la inquietud propia que conlleva un vuelo de prueba se había sumado, desde el inicio, la ominosa presencia de Piotr, constantemente a su lado como una sombra. Él era la personificación de la nave, su interfaz con la capitana, la manifestación visible de la Svekla, o como quisiera decírsele a ese adolescente de casi dos metros que había muerto hacía ya demasiado tiempo y que ahora prestaba su cuerpo, sus sentidos, sus cuerdas vocales y su individualidad personal para que la increíble complejidad de los procesadores múltiples de la Terpsícore pudiesen relacionarse con la capitana Levitánova como una consciencia única y no como un incomprensible enjambre de inteligencias artificiales.

Ahora mismo la figura encapuchada se hallaba a su espalda. Un gigante silencioso sin rostro visible que únicamente respiraba cuando tenía que hablar, cosa que hacía en contadas ocasiones.

Si miraba las pantallas superiores, podía verse a sí misma reflejada en ellas y, en segundo plano, enmarcándola, a la enorme figura del prósopon de la nave: un cuerpo enfundado en un uniforme gris, una capucha del mismo color y un hueco negro en el interior de esta.

Por el monitor que mostraba la ribera del Neva se colaba la imprecisa luz blanquecina del sol solsticial que jamás se ponía. Esa luz que no era ni diurna ni nocturna y que parecía resbalar sobre el uniforme ceniciento de Piotr y ser tragada por el oscuro burdeos del suyo.

Se suponía que la misma tecnología que hacía funcionar a la Svekla mantenía a Piotr con esa especie de vida que lo animaba. El muchacho era una suerte de gato de Schrödinger que seguiría animado siempre y cuando no saliese del espacio indiferenciado de la nave. Dentro de la Terpsícore estaría vivo y muerto al mismo tiempo y en ese estado había sido poseído por las IAs de la nave hacía casi medio siglo. Un estado que podía prolongarse eternamente.

Al parecer, el nombre de «Piotr» era todo lo que conservaba de su anterior existencia. Se suponía que su familia había donado el cuerpo a la ciencia y que ya no tenía consciencia de sí. Pero, desde su reclutamiento para la misión tres años atrás, Stephana había tenido la continua impresión de que se hallaba ante algo más que una expresión fenoménica del software inteligente de la nave: estaba frente a una persona. Una persona perturbadora e impredecible.

—Hoy es el día, Piotr —le susurró con toda la dulzura de que fue capaz, intentando ocultar, como siempre, la mezcla de curiosidad y terror que le producía el prósopon, la máscara-personificación de la nave.

La naturaleza del espacio indiferenciado hacía que el sonido se alterase y su declaración hizo tres ecos en la cabina de mando: como un canto vivaz, como un murmullo triste y como un grito desgarrador proveniente del mismísimo vientre de la tierra.

Cuando Piotr hablaba eso nunca pasaba, su voz era única y tenía la precisa inflexión deseada por él… o por la Terpsícore… la capitana no estaba segura de eso. Stephana sabía que él iba a hablar porque respiraba un par de veces antes, impulsando el aire por sus viejas y muertas cuerdas vocales.

Entonces la voz salía ronca pero extrañamente hermosa. Viril. Atractiva. Tan atractiva como un abismo:

—Esperemos que podamos cumplir la misión sin volvernos borsch en el intento.

La capitana no pudo evitar reírse del chiste y una serie discordante de sonidos superpuestos reverberaron en el amplio salón.

Solo se podía saber si Piotr estaba feliz o no a partir de unos gestos corporales casi inexistentes y por las inflexiones de su voz. Sin rostro que observar, resultaba muy difícil saber qué pensaba. Pero Stephana había desarrollado una suerte de intuición empática que la hacía darse cuenta al instante de los cambios de humor del prósopon. Y ciertamente estos existían.

Ella, por su parte, era totalmente distinta. Cada pequeña modificación en su estado de ánimo se mostraba en su semblante como en un libro abierto. Un libro cuya cubierta era hermosa —rostro suave y ovalado de nariz recta, boca generosa y ojos verdes bajo una catarata de cabello almibarado— y cuyo contenido era más que interesante.

Stephana retrocedió unos pasos, alejándose de la consola, y Piotr hizo lo propio al mismo exacto tiempo, como si pudiese anticipar los movimientos de ella o como si ambos participasen de algún extravagante ballet.

¿Cuánto habían llegado a conocerse en estos tres años?, pensó la capitana Levitánova. En relación al prósopon, ella estaba tan en ascuas como el primer día, pero no estaba segura de poder afirmar lo mismo respecto de él y su apreciación de ella. Y eso tenía mucho sentido porque, si los cálculos eran los correctos, Piotr-Terpsícore debería contar con todo el conocimiento de Stephana del que fuese capaz.

«Yo soy transparente para él —pensó—. Y él es un bloque compacto de opacidad casi impenetrable».

Muchas veces se había sentido desnuda en lo más íntimo frente al prósopon. Ella había tenido que relatarle toda su vida pero, sobre todo, había tenido que contarle lo que ningún currículum podía incluir: las vacilaciones a lo largo de su existencia, las dudas, los momentos de zozobra, las ilusiones perdidas, los sueños malogrados, los viejos proyectos, sus fantasías adolescentes, todas y cada una de las cosas o circunstancias que alguna vez había llegado a desear. Porque a Piotr no le interesaba tanto lo que Stephana era sino lo que podría haber sido, las variantes perdidas de su existencia, las posibilidades descartadas en sus elecciones de vida.

Ese era el rol específico de Piotr: recoger tales datos y, con esas ponderaciones, alimentar los sistemas de cálculo múltiple de la Terpsícore —todas sus inteligencias artificiales—, a fin de poder viajar por el cosmos sin dar un solo paso fuera de San Petersburgo.

—Piotr, ¿crees que tomé las mejores elecciones? —No era la primera vez que la capitana interrogaba de esta guisa al prósopon—. ¿Crees en verdad que esta es la mejor de mis posibles vidas?

Pero, esta vez, Piotr respondió. Y la respuesta fue un sonido corto y preciso, sin emoción alguna:

—No.

Stephana giró sobre sus talones, se sentía confundida, se sentía herida. Enfrentó a la manifestación de la Svekla y clavó sus ojos verdes en el pozo de sombras que se revelaba bajo la capucha.

—¿Por qué? —inquirió con un hilo de voz que se escuchó en varios tonos diferentes mientras hacía eco en las inmensidades de la cabina de mando.

—Porque no existe tal cosa.

El tono de la respuesta de Piotr era casi dulce.

La capitana Levitánova asintió en silencio y dejó escapar un susurro mientras bajaba la cabeza:

—Es cierto, supongo que no hay algo así como «la mejor vida».

Se alejó lentamente de la consola que apenas si ocupaba una ínfima porción de la enorme cabina, y se dirigió a los montacargas.

Entonces, la respiración de Piotr la sorprendió a sus espaldas, muy cerca de su cuello:

—No, Stephana —murmuró él, finalmente—. Lo que no existe es tu vida.


En rigor, la Terpsícore ya estaba viajando. Y lo estaba haciendo desde que la construyeron y la sellaron.

Y, por ese motivo, Piotr también viajaba.

Lo que restaba era que lo hiciese Stephana.

La Svekla no era tanto una nave como una plataforma de impulso. Su finalidad consistía en desdoblar al ser humano que transportaba hasta hacerlo coincidir con su propia esencia múltiple; una esencia al mismo tiempo presente aquí y allí, es decir, en el sitio de partida y en el de llegada. O, mejor dicho, en los de llegada.

Cada inteligencia artificial que componía el software paralelo de la nave era, en realidad, el mismo centro de procesamiento en situaciones diferentes, en lugares diferentes. La magia de la física subatómica que la alimentaba radicaba en que esas situaciones no eran sucesivas sino simultáneas. La computadora de la nave literalmente se escindía a sí misma frente a cada opción, frente a cada posible camino que se abría ante ella, y recorría así todas las posibles bifurcaciones a un mismo tiempo.

Lo único que restaba era que eso mismo le sucediese al sujeto experimental de viaje: la capitana Levitánova, el primer ser humano en protagonizar un viaje estático.

Stephana salió del montacargas e ingresó en la sala de máquinas. Una oleada de sensaciones la recorrió. Se sentían como electricidad estática.

Aquello era un laberinto de cristal. Capa tras capa de paredes semitransparentes reflejándose unas a otras; estratos sucesivos de pasarelas y rampas que se extendían en el aire como agujas de hielo horizontales. El juego de reflejos y brillos y transparencias le produjo a Stephana un familiar mareo.

Antes de que diera el primer paso sobre los pasillos de cristal, Piotr sujetó su mano tal como siempre lo hacía. Solo él podía guiarla por los caminos fácticos. De no haber hecho esto, ella con toda seguridad hubiese caído en alguno de los múltiples vórtices energéticos que se agitaban entre las distintas pasarelas, tanto las fácticas como las posibles.

La sala de máquinas era el único sitio en el que el prósopon precedía a la capitana. Después de todo, aquello no era tanto un motor como una computadora. El cerebro externalizado de Piotr. Sus dominios, en el más pleno sentido de la palabra.

La capitana Levitánova estaba tan maravillada como siempre ante aquel paisaje cristalino y gigantesco. Al ser ingeniera, estaba familiarizada con la lógica inusual de aquel sitio, y al ser humana se sentía apabullada por el mismo.

Claro que el tamaño de la Svekla tenía mucho que ver. Toda la Terpsícore estaba diseñada para albergar a cientos de humanos, cientos de posibles capitanes, cientos de posibles variaciones de su único tripulante. Por eso era tan grande.

Pero también había algo más que la turbaba. Era la idea de romper con los límites del universo fáctico en el que siempre se había hallado, de internarse en otros posibles universos, de encontrarse con lo que ella misma pudo haber sido.

De todos modos, por ser el primer viaje de prueba, la idea era que la bifurcación no superase la decena de variantes. Esa era una medida precautoria respecto de la navegación en base a la mecánica de neutrinos pero, sobre todo, era una medida de seguridad para intentar reducir al mínimo los posibles daños psíquicos o incluso físicos que pudieran llegar a producirse en el sujeto humano… en Stephana.

—Tranquila, yo te recordaré a ti todo el tiempo. Ya he visto tus co-posibles. Yo mismo los he elegido. Confía en mí.

Así le había hablado Piotr al oído justo cuando los motores dejaron de atronar y entraron en un silencio lúgubre. Precisamente en el momento en que la posibilidad de no viajar se hizo real para ella, y ella comenzó a viajar.

La primera capitana Levitánova que apareció en uno de los pasillos, tres niveles por debajo de ella, levantó un brazo y la saludó enérgicamente.

Mientras se acercaba por las ahora concretas pasarelas, Piotr susurró en su oído, casi apoyando la invisible barbilla en su hombro:

—Capitana Soledad Yurievna Levitánova. Va a una región específica del brazo Perseo de la galaxia. Su nombre clave es Lobo.

«Sí, comprendo», pensó Stephana. Recordaba la vieja historia familiar. De cómo la única abuela de su familia monoparental había querido que le pusieran aquel nombre, mientras que su padre se había negado rotundamente. Su padre era un hombre enérgico, firme y muy supersticioso con las palabras. ¿Por qué habría accedido a ponerle ese nombre que tanto detestaba? ¿Qué variantes se habrían dado en la personalidad del coronel Yuri Ilich Levitán en esa realidad alterna a la que pertenecía esta versión de sí misma?

Una oleada de calidez acarició su memoria cuando recordó los paseos a los que su padre la llevaba de niña. Sus favoritas, de lejos, eran las excursiones al Peterhof: las fuentes, los palacios, los jardines y, sobre todo, la inmensa cascada artificial sobre el canal… Y, más allá, la costa de Finlandia que, a los ojos de una niña de cinco años, se le antojaba misteriosa y radiante como otro planeta. Y desde entonces había soñado con otros mundos.

Stephana sintió una mordida de resentimiento hacia esa mujer idéntica en casi todo a ella y que viajaría al otro lado de la Vía Láctea. En cierto modo envidiaba a todos sus alter-egos. Después de todo, la clave del regreso, el ancla que fijaba la Terpsícore a San Petersburgo —a su San Petersburgo—, estaba en ella misma. El «aquí» de la nave se hallaba marcado por la posibilidad de no viajar y ese papel le correspondía a Stephana. Por lo que, esencialmente, cuando ella mirase «por la ventana» —que era como se denominaba a la pantalla de reconocimiento externa— únicamente vería a su querida San Petersburgo, mientras que cada uno de los demás vería una zona diferente de la galaxia de acuerdo con los posibles destinos calculados.

Ése era el otro embrujo que permitía este viaje. No hacían falta motores reales, ni maquinarias verdaderas, solo calcular la posibilidad de viajar a un sitio con determinados medios teóricos y disponer de los elementos… y eso bastaba para hacerlo.

—Recuerda —murmuró Piotr en su oído—, desde ahora eres Salmón. No lo olvides, ésa será tu forma de mantener tu identidad.

«La que vuelve al origen…», pensó ella. Y asintió en silencio mientras veía cómo se le acercaba una copia de sí misma, alguien idéntica en todo excepto por el cabello, levemente más oscuro, y el gesto ligeramente más decidido.

«Eso tiene que bastarte, Stephana-Salmón», se dijo a sí misma mentalmente. «Solo tú volverás a casa porque nunca saldrás de allí; ninguna de las otras lo logrará, ése fue el diseño más eficiente. Recuerda, tú eres la que regresa, ellas no».

Cuando apretó la firme mano que su otra yo le tendía, casi sintió compasión por ella. Lobo vería sitios que jamás nadie había visto, pero allí se quedaría y sus memorias pasarían a la de la única versión capaz de retornar: Salmón, ella misma.


—En mi realidad, papá se casó con el mayor Dmitri Dmitrovich Griboyédin. Ambos fueron condecorados como héroes durante el Gran Suceso. Mi infancia fue breve, pero hermosa.

Stephana… Salmón-Stephana, escuchaba con atención el relato de Pantera-Stephana. A esta versión de sí misma, alegre, desinhibida y mucho más rubia, le faltaba el ojo izquierdo —perdido en su adolescencia durante lo que ella había definido como «una práctica poco ortodoxa» de esgrima— y en su lugar brillaba un enorme y ostentoso diamante. La joya había pertenecido al Fondo de Diamantes del Kremlin y era el regalo que su patria le diera por los servicios que había prestado durante los eventos posteriores al Gran Suceso, conocidos como el Breve Retorno. Eventos de los que ninguna otra de sus versiones había escuchado jamás y que Pantera-Stephana no quiso aclarar por ser «demasiado crueles».

Salmón-Stephana, al igual que la inmensa mayoría de los nueve co-posibles que habitaban ahora la Svekla, siempre había sabido que su padre era bisexual —algo perfectamente normal para su familia—, lo que ella había ignorado eran los sentimientos que albergaba para con su camarada de armas y que en su propia realidad él había mantenido ocultos. Sintió que conocía más a su padre, ahora. No, en realidad, sintió que lo conocía menos. Pero, ¿qué tanto eran su padre, los padres de estas otras «yoes»?

Comenzó a mirar a sus co-posibles uno por uno. Todos se hallaban sentados alrededor de la gran mesa de reuniones, esperando el momento preciso para poder arribar a los sitios en los que la Terpsícore ya estaba.

A su lado se ubicaba Lobo-Soledad. Calma, segura, sin vacilaciones. En las pocas horas que habían estado juntas, tendía a comportarse como una guía. Detrás de ella, como la cáscara decapitada de un gigante, se alzaba la armadura de combate cibernética que la seguía como perro fiel. La terrible espada de más de dos metros de largo, completamente empavonada, brillaba en cada una de sus múltiples melladuras.

Más allá, continuaba hablando Pantera-Stephana, abriendo un registro de datos y sentimientos propios completamente desconocidos para ella.

A continuación se hallaba Lagartija-Stephana. Este «otro yo» vestía el uniforme más extravagante: una segunda piel metálica, naranja rojiza, con un gorro frigio y una línea de placas dorsales con púas del mismo material. Las muñequeras y coderas estaban plagadas de lo que bien podrían haber sido enchufes. Sus ojos, siempre como en otro mundo, se sorprendían constantemente al captar las imágenes de lo que la rodeaba. Parecía estar sumida en un sueño perpetuo. Salmón-Stephana sospechaba que el traje tenía que ver con ello. ¿Drogas? ¿Estimulación mental directa? ¿Realidad aumentada? No lo sabía.

Justo frente a ella, del otro lado del óvalo de cristal de la mesa, estaba la co-posible que más la inquietaba; aquella a la que Piotr había dado el nombre de Serpiente-Stephana. La más despampanante de sus co-posibles, parecía querer seducir a todo el mundo. Era difícil seguir sus cavilaciones, que discurrían siguiendo extraños meandros de razonamiento. Más que un hilo discursivo, parecía sostener una sola idea que mutara constantemente. Había arrogancia en su pose, pero como algo  que se decantaba de ella en forma natural. Al llegar a la Svekla, lo hizo enfundada en un voluminoso y elegante traje de paseo extra vehicular, blanco y dorado, pero ahora únicamente vestía la parte inferior de su traje. Serpiente-Stephana no dejaba de mirarla a los ojos, sin pestañear, mientras un halo de rulos pelirrojos enmarcaba sus facciones y caía sobre su torso desnudo. ¿Acaso estaba coqueteando con ella? ¿O simplemente jugando con su mente? Cuando Salmón-Stephana se disponía a mirar a su siguiente alter ego, percibió el leve gesto de los labios formado un beso apenas perceptible y luego la sonrisa altanera.

Cisne-Dzhessika lo había visto todo y ahora sonreía. Parecía ser una criatura graciosa, refinada y extremadamente tímida. Se había alisado el cabello y teñido de azabache. Al notar que ella la miraba, se ruborizó y bajó la cabeza. ¿Cómo había llegado a su puesto con ese carácter? Las únicas dos veces que había logrado hablar sin entrecortar sus frases, Serpiente-Stephana se había burlado de ella por ser «demasiado idealista» y, sin embargo, era junto a esta que siempre se la encontraba. ¿Una rémora del poder, tal vez? ¿O es que el cisne había sido mortalmente seducido por la serpiente?

Del otro lado de la pronunciada curva de la mesa, estaba la versión más desconcertante de sí misma que había visto: Águila-Dmitri. Este co-posible era un varón y ella ignoraba si había nacido así o había sido su opción. Lo cierto era que apenas había dicho algo, pero observaba todo de un modo tan metódico que ella llegó a preguntarse si no pertenecería a algún grupo de inteligencia. Sin embargo, él se había presentado como shamán, «persona que sabe». Inmediatamente Serpiente-Stephana había ironizado respecto de la posibilidad de necesitar habilidades chamánicas en una exploración científica, pero Águila-Dmitri lo explicó como algo perfectamente plausible, cosa con la que extrañamente coincidió Lobo-Soledad.

Finalmente, lejos de la mesa y enzarzadas en una charla ansiosa, estaban Ballena-Dzhessika y Hormiga-Dzhessika. La primera canturreaba sus palabras entre risas estridentes y movimientos estertóreos. La segunda asentía y opinaba con largas frases monocordes. Creía entender por qué Piotr les había adjudicado tales nombres. Ballena-Dzhessika, aún enfundada en su traje extra vehicular irisado de casco de cristal, era una especie de memoria colectiva —su capacidad de recuerdo era demasiado alta como para no ser el producto de algún implante artificial en su cerebro—, pero una memoria exógena, como si su realidad particular no compartiese atmósfera o unidad histórica con las del resto de co-posibles. Por su parte, Hormiga Dzhessika había sido la ingeniera encargada de construir la Terpsícore en su realidad; así que Salmón-Stephana estaba completamente segura de que, conociendo la mecánica de la nave como debía conocerla, era imposible que ignorase que solo una de las nueve regresaría a casa. Y, sin embargo, el rostro de esta variante era todo placidez, aceptación, calidez. Se enfrentaba al auto-sacrificio como una individualidad al servicio del colectivo: paciencia y laboriosidad casi impersonales, enfundadas en un traje incrementador de fuerza color rojo sangre, con el cráneo rapado y un enorme logo tatuado sobre la crisma.

De un vistazo intentó abarcar a los ocho co-posibles… a los nueve, si contemplaba su reflejo en la mesa de cristal… ¿Cómo podían ser tan fundamentalmente distintos entre sí? ¿Cómo, a pesar de eso, podían seguir siendo «la misma» (o «el mismo») sin serlo? Porque no eran copias; eran literalmente ella.

¿Y cómo haría ella para integrar todas esas memorias en su propia personalidad al término de la misión?

La sobresaltó la mano de Piotr sobre su hombro izquierdo. De pronto, todos los ojos se centraron en él. Cada capitán lo había conocido en su propia realidad y todos le temían en la misma medida en que dependían de él. Ése era quizás el único rasgo que sus co-posibles compartían inequívocamente con ella.

—El egreso está listo —fue todo lo que el prósopon dijo y el silencio se volvió espeso, tangible.


Todos se pusieron de pie al unísono y se vistieron con sus trajes espaciales o prepararon sus instrumentos o rezaron sus canciones rituales o, simplemente, se acercaron con resolución o temor a la única compuerta de la Svekla.

Todos, excepto Salmón-Stephana.

Serpiente-Stephana lo notó y un brillo de comprensión ensombreció sus facciones: aquella era la única que remontaría la corriente, la única que regresaría al origen. A casa.

La mujer sonrió mientras deslizaba el traje sobre sus pechos desnudos, contoneándose.

—Interesante —le dijo la serpiente al salmón—. Supongo que aquí la ironía radica en que quien vuelve es quien vive y quien queda es quien muere —entonces sonrió aún más, mostrando unos hermosos dientes nacarados, y completó con tono cantarín—. Al revés que con el pez.

Había un gozo retorcido en aquel gesto y también una amenaza profunda. Salmón-Stephana sintió un terror visceral frente a esa versión de ella misma.

Serpiente-Stephana suspiró mientras se ajustaba los fastuosos broches de su elegante traje espacial y dijo al aire, como en medio de una reflexión:

—No es justo. No, no lo es.

Entonces caminó resueltamente hacia Cisne-Dzhessika, la tomó entre sus brazos, delgada y frágil en su traje gris musgo, y la besó con furia. El cisne sonreía bajo el beso feroz y descansaba en las manos ávidas de la serpiente. Pero la excitación de Serpiente-Stephana no hacía más que ascender en su vehemencia, hasta que sus dedos se enredaron en el fino cuello de Cisne-Dzhessika. A pesar de la intervención del resto de los co-posibles, únicamente la fuerza sobrehumana de Piotr logró arrancársela antes de que la asfixiara.

Sin embargo, mientras el prósopon la sostenía, la presa intentaba frenéticamente volver con su verdugo. Serpiente-Stephana sonrió triunfal y esperó serenamente a que la liberaran; entonces Cisne-Dzhessika regresó, sumisa, a su lado.

Nadie dijo nada cuando Serpiente-Stephana fue a ocupar su puesto en la fila, esperando su turno en la compuerta, con el cisne a su lado. Ni cuando este se levantó el pelo negro, para ofrecerle su cuello. Ni cuando la serpiente entrelazó sus dedos alrededor de él y comenzó su acción constrictora jadeando. Ni cuando un sonido sordo y leve emergió de unos huesos demasiado delgados y la cabeza de Cisne-Dzhessika quedó colgando hacia un lado, sonriente. Ni cuando, por fin, Serpiente-Stephana dejó caer el cuerpo delgado y sonrió venenosamente a Salmón-Stephana mientras decía:

—No es justo que no experimentes lo que nosotros sí. Este es mi regalo para ti, querida hermana: llévate tu muerte en tu recuerdo al volver. La de tu sentimiento al matarte a ti y la del tuyo al morir bajo tu propia mano. Te los mereces. Mejor dicho, nos lo merecemos.

Solo una voz coronó aquel enunciado cuando Serpiente-Stephana cruzó la compuerta y fue la de Águila-Dmitri diciendo «da» al ayudar a una revivida Cisne-Dzhessika a ponerse nuevamente de pie. Un cisne que atravesaba los territorios propios del chamán porque, en definitiva —y al igual que todos los demás en ese sitio—, no estaba ni viva ni muerta.


De pronto, Salmón-Stephana… Stephana, estaba a punto de estar sola de nuevo. Sola con el prósopon porque, cuando este abriese la compuerta, y la primera de sus co-posibles la cruzara, todos lo harían. Todos, menos ella, por supuesto.

Aunque ella tendía a considerarse a sí misma el Ego0, el punto de partida, sabía cabalmente que no era ningún ente privilegiado que perteneciese a un universo central, sino simplemente una posibilidad más: la que nunca salía de San Petersburgo. La que debía fallar en su intento de viaje.

Finalmente, a una seña de Piotr, la compuerta se abrió…

…entonces, con la ayuda de su armadura de combate, el lobo desenvainó la espada. El titánico traje dilataba el alcance, la fuerza y la velocidad de su ocupante. Lobo y armadura sostuvieron la hoja en alto y traspasaron la compuerta. Apenas cruzó el umbral, la recibió el más ajeno de los espacios. El enorme motor que se asomaba detrás de la nuca del lobo, se puso en marcha, pero el cuasi vacío del espacio ahogaba su sonido. A su alrededor: Perseo.

La enorme Svekla flotaba en la penumbra como una masa heterogénea y sincrónica, oscuramente purpúrea.

Los pies de la armadura se aferraban a la superficie de la nave y caminaban sobre ella como si su insignificante masa pudiese competir contra la eterna caída libre del espacio. Y, mientras caminaba, el lobo observaba, espada en mano, la magnitud sin nombre que la rodeaba.

Las sondas que recubrían su traje estaban recabando todos los datos que les era posible colectar. Luego se los entregarían a Piotr para que él los descargase en la IA múltiple de la Terpsícore.

Detrás de la nave se alzaba la oscuridad salpicada de luz del brazo galáctico. Delante, dominando su vista y su imaginación, la nebulosa del cangrejo: M1.

Un intrincado enjambre de filamentos de gas iluminado y encendido se expandía desde la estrella de neutrones: los asombrosamente coloridos resabios de su explosión y el corazón desnudo de lo que alguna vez había sido una enorme estrella, aún latiendo frenético. Dorados, rojizos y verdes tejiéndose los unos a los otros a través de varias longitudes de onda.

El lobo le aullaba al cangrejo de luz, mientras el fantasma multicolor de la estrella muerta bendecía su espada en alto.

Sola. Gracias a la naturaleza del no-espacio de la nave, en el instante en que fue posible que Stephana estuviese sola, ya lo estuvo. Sola, de nuevo. Sola con él, con ello, con la nave y su máscara. La remolacha y su espíritu marchito. Una cáscara sin rostro.

Por alguna razón, volvió a su mente la excursión al Palacio Oranienbaum que había realizado con su padre. Tenía once años y habían estado comiendo naranjas. El parque se hallaba teñido de los colores del otoño y el frío incipiente. Recordaba haber ingresado a la sala principal, toda dorados y amarillos. Bajo sus pies había una serie de imágenes asombrosas y los reflectores hacían que el oro bailase en los relieves. Pero el eco cansado de sus pasos y la grisácea luz otoñal que entraba por las puertas le daban a la atmósfera un tinte triste y melancólico, la sensación de algo ya sin vida. De pronto, Stephana sintió la necesidad angustiante de salir de allí lo antes posible, de volver al jardín, al presente, al mundo de los vivos; pero cuando se dispuso a decirle esto a su padre, lo encontró mirando el cielorraso con expresión absorta. La jovencita siguió con la vista el objeto de asombro de su padre y no pudo menos que unirse a él en una larga y silenciosa contemplación. Algo dentro de ella le gritaba que saliese de allí sin pérdida de tiempo, antes de que el sol se ocultase y aquel salón, privado de la luz diurna, se convirtiera en una tumba; pero otra parte le rogaba que no se moviera ni una pulgada de debajo de esa enorme pintura alegórica donde el Día conquistaba a la Noche.

Por alguna razón, ahora se sentía exactamente igual que aquel día. Miró la puerta junto a la que estaba ubicado el prósopon y tembló con la tensión de aquellos mismos impulsos encontrados.

Finalmente, a una seña de Piotr, la compuerta se abrió…

…Sin siquiera pensarlo, la serpiente atravesó el no-espacio que la puerta limitaba y se arrojó de lleno a los brazos de una luz cegadora: el núcleo.

El traje blanco y dorado parecía flotar en un mar de oro líquido como una estrella más. La luz era casi palpable y los espejos negros del casco de la serpiente se oscurecieron cuanto pudieron. Estaba en el corazón mismo de la galaxia. Allí no había estrellas sino gas súper caliente, electrones que corrían enloquecidos por el remanente de lo que alguna vez había sido un racimo de abigarrados soles. Un portentoso torbellino, una espiral de gas precipitándose dentro de una singularidad tan masiva que retenía miles de millones de astros a su alrededor.

Las energías que se manejaban aquí eran capaces de alterar el tiempo y el espacio mismos. La serpiente sabía que se acercaba alsancta sanctorum de la Vía Láctea, que el sagrado sitial era protegido por los ángeles de la radiación: emisiones tan fuertes, que nada que tuviese vida biológica podría sobrevivir a su divina mirada. Y, sin embargo, lejos de temerles, la serpiente encendió los jets de su mochila y flotó, acercándose con ondulada trayectoria, hacia el Todo que la reduciría a la nada en pocos minutos.

Sí, cuando esto terminara, saldría de allí y se dirigiría al puente del banco, sobre el Griboyédov, ése que se sostiene en las fauces de dos pares de grifos. Se pararía a un costado y vería la luz del sol brillar sobre el oro de sus alas. Y escucharía los pájaros en la noche blanca, cantando en el silencio de una madrugada que esplendería tan suavemente como una perla. Y entonces el sol saldría sin haberse puesto nunca.

Sí, claro que saldría. Y, cuando lo hiciese, todo acabaría. Todo y todos. Pero, ¿de verdad quería salir? ¿De verdad le importaban tan poco sus co-posibles?

Finalmente, a una seña de Piotr, la compuerta se abrió…

…Tanteando, reluctante y temerosa, la lagartija pasó al otro lado. Si hubiera sido por ella, habría permanecido en su mundo de ensueños y símbolos oníricos, pero el Sol la llamaba y ella no podía desoírlo. Había viajado mucho para llegar muy cerca, apenas ocho minutos luz. El Sol era su señor. Las placas adheridas a la espalda de su traje se desplegaron para percibir todo el espectro electromagnético y las drogas pasaron directamente de las vías del traje a sus venas como si ella fuera una extensión de este y no al revés. Sus lentes, filtrando en H-alfa, le mostraban una esfera de suaves tonos naranjas, cuya piel era una superficie viviente poblada por millones de salamandras que se retorcían sobre sí mismas, llameando en su combustión eterna, y por entre las que se ubicaban, aquí y allá, pozos de oscuridad magnética; mientras que un suave tono grisáceo lo rodeaba todo en la majestuosidad de su corona. Rizos de plasma más grandes que San Petersburgo, más grandes que la mismísima Tierra, se extendían como tímidos insectos sobre el coloso.

Y la lagartija se freía lentamente en la contemplación de su señor, más cerca que el mensajero de pies alados, más cerca de lo que ningún ser humano había estado jamás. Cerca, demasiado cerca, y nunca lo suficiente.

Un aire cálido y vibrante, un aire con «olor a paseo», como decía Gógol, acarició el rostro de Stephana. Llegó a su mente la gran avenida, la Nevski Prospekt, la perspectiva que salía del Neva y en él se volvía a hundir; la calle de las calles, el paseo de San Petersburgo. Los recuerdos de sus días de estudiante, los vagabundeos por sus tiendas, el jugar a que podía comprar sus fastuosos productos. ¿Es que la puerta se había abierto para ella? ¡No, no podía ser! ¡No aún! Ni siquiera había tenido tiempo de conocerlas, de conocerse. Pero aquella vibración, aquel aire que agitaba la capucha grisácea del prósopon, no parecía provenir de las amplias calles de la ciudad sino del mismísimo infierno; un aire envuelto en llamas espectrales que estaban y no estaban consumiendo la Terpsícore.

Finalmente, a una seña de Piotr, la compuerta se abrió…

…y la pantera dio un paso decidido hacia la negrura sin fin que la aguardaba. La joya de su ojo centelleaba bajo las luces de la Svekla, su brillo diamantino rivalizaba con el de los millones de estrellas que se extendían a sus pies: el brazo Carena de la galaxia era un camino eterno y plateado. De pronto se tensó ante un presentimiento que se reveló como cierto en la figura corporizada a su lado. La efigie vibraba constantemente, entrando y saliendo de la realidad particular de la pantera. Parecía una figura levemente humana, recubierta como de corteza marrón labrada; el cabello largo y correoso caía hasta unas caderas indefinidas, atado con cordeles de diversos materiales, y su cabeza era como una calavera de felino con largos dientes de sable brillando bajo unos ojos completamente blancos. La pantera no supo si aquel ser era una manifestación de su mente o un verdadero habitante del espacio, lo cierto es que la criatura señaló la Svekla con un delgado dedo meñique, mientras las argollas de sus enormes orejas tintineaban inaudiblemente al sacudir su cabeza.

Cuando la pantera al fin miró la nave, esta ya había empezado a estallar.

Stephana saltó de su sitio y corrió hacia Piotr; debía detenerlo. Algo en sus entrañas le gritaba que no abrieran esa puerta, algo profundo que no llegaba a determinar bien.

Pero, cuando estuvo a su lado, el joven la rechazó con un empujón seco que la arrojó al suelo. La capitana estaba sorprendida y turbada, nunca antes su guía se había comportado así con ella.

—¡Esto es más grande que tú o que yo! —la voz del prósopon era como un rumor de hojas secas, múltiple como la mente que lo dirigía.

—Si la abres, ellas y él morirán; todos mis co-posibles. Solo yo persistiré —gritó Stephana—, y no sé si tengo ese derecho…

Con lentitud calculada, Piotr se llevó las manos al borde de la capucha. La negrura que la habitaba cedía poco a poco, a medida que la tela se descorría.

El joven se agachó junto a la mujer:

—Esto nunca se trató de ti, capitana, ni de ninguna de tus variantes o frustraciones. Esto es sobre mí. ¿Que no entendías que eras parte del experimento? Tú eres el sujeto de análisis, yo soy el observador.

El rostro del prósopon se reveló de pronto. Una multitud de bocas superpuestas que sonreían grotescamente. Una multitud de ojos intersectados que la observaban desde todo punto de vista concebible e inconcebible. No era solo una fisonomía poblada de rasgos aberrantes, era como si el espacio mismo se multiplicara en su rostro, ahondándose en su superficie. Era como mirar lo que no podía ser visto, como escrutar un pliegue de la existencia donde toda posibilidad estaba presente al mismo tiempo. Como asomarse a la locura.

Stephana abrió la boca para gritar, pero no pudo. Aquello era una pesadilla.

Finalmente, a una seña de Piotr, la compuerta se abrió…

…y la ballena emergió en el límite mismo de la Vía Láctea, allí donde el vacío que la separa de la próxima galaxia es como un mar sin fin de oscuridad. «A cada Noche Blanca la contrapesa un Día Negro», pensó la ballena mientras se adentraba sin miedo en ese mar de insustancialidad. La irisada trama de su traje parecía oscura en ese sitio. Entonces, un destello mudo iluminó su figura e hizo restallar los mil colores escondidos en la tela. A medida que giraba para contemplar el origen de la luz, vio al águila. ¡Pero aquello era imposible! Su versión chamánica, enfundado en un traje transparente que dejaba ver un cuerpo masculino desnudo ornado con pinturas y plumas, la contempló con idéntico asombro. El cisne ahogó un grito. Sin embargo, la hormiga solo asintió, comprendiendo la razón de todo aquello: la Terpsícore —o al menos sus Terpsícores—, estaba siendo destruida.

—Por favor, Piotr, detente —suplicó el salmón, de pie en medio de la Plaza del Palacio, con el verde y el oro artificiales del invierno a sus espaldas—, te lo ruego.

Mientras la nave estallaba y no lo hacía, el límite de la galaxia y el Sol, el núcleo y sus brazos, todo convergía y se mezclaba, intersectando estrellas y nebulosas y mundos planetarios.

A medio camino del agujero negro que vorazmente intentaba tragarse a la Vía Láctea desde su corazón, la serpiente lo advirtió y, hábil como era, fue capaz de encausar el caos. Entonces, por una fracción de segundo, San Petersburgo fue el eje de toda la galaxia…


Mientras permanecieran adentro, existirían.

Pero estaban allí para salir.

—Por favor, Piotr, detente —suplicó Stephana, de pie en medio de la Plaza del Palacio, con el verde y el oro artificiales del invierno a sus espaldas—, te lo ruego.

El prósopon la miraba, si es que eso era lo que hacía, desde el pozo de negrura de su capucha nuevamente en su sitio, pero la capitana Levitánova no podía quitarse de la mente ese rostro de horror.

A su alrededor se superponían dos imágenes perfectamente tangibles y, al mismo tiempo, perfectamente simultáneas: el interior de la Svekla y la ciudad de San Petersburgo. Su ciudad.

Piotr estaba parado justo frente a ella, en medio de la gran Plaza. La gente pasaba sin advertirlos, mientras las lenguas de fuego espectrales consumían la cristalina estructura de la Terpsícore. El muchacho no-muerto, no-vivo, era un gigante a su lado y se inclinaba sobre ella. Stephana alzó la vista y la concentró, como otras tantas veces, en la oscuridad de la capucha:

—Tú eres la Svekla, Piotr —trató de razonar—; si se destruye, dejarás de existir.

Una risa lúgubre salió del interior de la capucha. La voz era una sola, perfecta, grave, aterciopelada, pero las bocas que la emitían, infinitas:

—Yo soy mucho más que la nave, mi querida niña. Yo soy la personificación de la multiplicidad, la esencia de las posibilidades. Soy Enérgueia, soy Khaos. Soy el comienzo y el fin de todo. Soy lo que no tiene comienzo ni fin. No hay reglas para mí. Mi lógica se ríe de tu mente.

De pronto era San Petersburgo la que estaba envuelta en frías llamas azules. La ropa gris del prósopon se deshacía al conjuro de la brisa, para volver a rehacerse al instante. Sobre las palmas de sus manos abiertas refulgían los mismos fuegos fatuos color añil.

—¿Quieres salvarte? —preguntó él de pronto, como si esa idea nunca se le hubiera ocurrido antes—. ¿Quieres salvar tu alma, tu ciudad? —El tono de su voz se hacía más espeso y oscuro—. ¿O lo quieres todo?

Stephana miró a su alrededor. Sobre el piso de la plaza yacían nueve cuerpos, algunos calcinados, otros destrozados, otros simplemente parecían dormir. Y todos eran ella. Sus otros yoes.

Le costaba respirar, le costaba enfocar su mente; solo una cosa la dominaba: miedo, un terror intenso y absoluto, el terror del fin.

—Amas tu bella ciudad, ¿no es así? ¿Temes que la Terpsícore la destruya? —Piotr se acercó lentamente a ella, sin caminar o moverse, sino simplemente haciendo desaparecer el espacio que mediaba entre ambos— ¡Pero, si yo soy San Petersburgo!

Stephana estaba alucinada por esas palabras… …

—¿Quieres sentir el abrazo colosal de la catedral de Kazán? —las dos hileras de la gran columnata aparecieron en torno de ellos, mientras los brazos de Piotr la estrechaban igual que la construcción e, igual que ella, la hacían sentir segura—. Siénteme, entonces.

… Stephana estaba alucinada por las infinitas posibilidades que el prósopon era…

—¿Quieres aspirar el encanto eterno de lo efímero? —De pronto, el cementerio Tijvin se cuajó a su alrededor. Pero no hacía frío bajo los enormes y umbríos árboles, sino que la envolvía el calor del cuerpo de Piotr contra el suyo. En el rostro muerto y, de alguna manera vivo, del prósopon se conjugaban las efigies de Tchaikovski y Shishkin, de Dostoievski y Rimski-Kórsakov—. Yo puedo serlo todo para ti.

…Stephana estaba alucinada por Piotr mismo. Apoyó su cabeza contra el pecho del joven y escuchó millones de corazones latiendo a distintos ritmos, todos enlazados en un rumor continuo: ¡el trueno sordo de los motores de la Svekla!

Sintió el roce de doscientos mil millones de labios en su cabello.

Pero el cuerpo de Piotr cedía y, a medida que él la abrazaba con más fuerza, ella parecía penetrar en el tejido de su ropa, en la sustancia de su cuerpo muerto. A medida que la fagocitaba, las memorias de las otras que podría haber sido, se iban a acoplando a ella. Y fue tímida y osada y feliz y triste y artista e ingeniera y hembra y macho y ella y otras… Uno a uno los cuerpos que yacían en la gran plaza se desvanecían; y con cada cuerpo desaparecido, ella entraba un centímetro más en el ser del prósopon.

Ahora los ojos la rodeaban viendo por ella aristas que ella jamás hubiese visto de sí misma. Y las bocas la mordían, arrancaban pedazos de su ser, disgregándola, deshaciéndola en todas sus posibilidades concomitantes. Pero serlo todo implicaba no elegir, no descartar, no jugarse por un camino, sino seguirlos todos. Y solo se podían seguir todos los caminos deshaciéndose en ellos, porque no elegir implicaba ser nada.

Entonces, la que había estado agazapada, esperando el momento oportuno, sintió el contacto con su elemento y surgió desde el núcleo mismo de la galaxia, desde el centro de San Petersburgo, desde el corazón múltiple de Piotr. La mentira y la verdad eran su esencia, por eso era sabia. Y por eso, cuando sintió el caos, la serpiente se desplegó dentro de Stephana y la arrancó del abrazo de Piotr.

Ambas cayeron al suelo, fusionándose en un solo ser; el salmón y la serpiente. Su cuerpo resentía la combinación: cuatros brazos, tres piernas, dos ojos disímiles, dos bocas consecutivas. Una monstruosidad en paz consigo misma.

Una risa fresca escapó de Piotr antes de ayudarla a levantarse.

—Veo que al fin, mi bella, has comprendido. ¿No es así? —le dijo con inusitada dulzura.

Stephana, la síntesis de ella misma, lo miró unos instantes antes de responderle con su doble boca:

—No.

—Sí.

Finalmente, a una seña de Piotr, la compuerta se abrió y la Svekla se desmoronó sobre sí misma como una rosa deshojándose. Los gigantescos cristales que la habían compuesto, regaban el verde césped del parque del Strelka.

La alguna vez capitana Levitánova acercó sus bocas al hueco de la capucha del prósopon para besar y morder, al mismo tiempo, las múltiples bocas de su guía, su Virgilio, mientras una multitud confundida comenzaba a rodearlos.

El viento estelar lo atravesaba todo, llevando en sus alas a los destructores ángeles de la radiación. Pero, incluso así, la ciudad se sostenía intacta en el centro mismo de la galaxia.

Una eterna Noche Blanca hecha del plasma del núcleo de la Vía Láctea iluminaba a San Petersburgo.

Piotr tendió su brazo a Stephana y ella lo aceptó con el gesto de una danzarina avezada. Mientras caminaban elegantemente por el Bolshoi Prospekt, lo miró, como siempre lo había hecho: fascinada y aterrada. Por esas manos muertas que sostenían las suyas fluían las explosiones de los soles del corazón galáctico, y en su rostro encapuchado habitaba la nihilidad misma del agujero negro que lo generaba.

El prósopon volvió a reír con auténtica satisfacción. Luego, extendiendo una mano, acarició el deforme y aun así hermoso rostro de la mujer que tenía a su lado y susurró:

—Ahora, hasta podríamos llegar a comprendernos.




Teresa P. Mira de Echeverría, born in Buenos Aires, holds a doctorate in philosophy. She has published articles and stories in Axxón, Super Sonic, Cuásar, Ficción Científica, miNatura, Próxima, and NM, as well as the anthologies Terra Nova, Alucinadas, Antología Steampunk, Buenos Aires Próxima, and Psychopomp II. She has also published books including Memory, translated by Lawrence Schimel, Diez variaciones sobre el amor, a collection of stories, and Lusus Naturae. (Her blogs: teresamira.blogspot.com.ar and diezvariaciones.blogspot.com.ar)
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