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En mi familia, el reality de cocina Galaxy’s Best era nuestra religión. Cada domingo por la tarde nos reuníamos en la sala para verlo sin pausa, en silencio, como hipnotizados. No era un momento para convivir, lo único que importaba era el programa. Una vez que terminaba el episodio, cada quien volvía a sus actividades. A veces hablábamos entre nosotros, sobre todo para discutir quién creíamos que ganaría.
Y no éramos los únicos que lo sintonizábamos con devoción.
Todo el mundo estaba obsesionado con el programa. Mis compañeros, e incluso los profesores, lo veían. Aquí y allá, en las tiendas y en las calles, la gente hablaba de él. Siempre salía en las noticias.
Si uno ganaba Galaxy’s Best, se convertía en un dios, se erigían estatuas en su honor, a donde fuera, admiradores y fanáticos lo seguían. Lo reconocían en todas partes. Las personas se arrodillaban a sus pies, le ofrecían regalos y descuentos, halagando sus habilidades.
Además, ganaba medio millón de dólares y podía trabajar en Le Manxion, el mejor restaurante de la galaxia, que, como estaba en el espacio, era demasiado caro. Solo llegar allí podía costar muchos cientos de dólares. Como casi nadie podía darse el lujo, el resto solo soñábamos con las imágenes del menú, que iban de lo más familiar (omelette, hamburguesas, filetes) a platillos que se veían muy sabrosos, pero no aptos para el estómago humano.
El chef Manx, el presentador del programa, fue mi primer amor.
Manx era un alienígena amorfo rosa, hecho de babaza, manteca y crema para batir, que algunas veces se retorcía para tomar forma humana, pero casi siempre se veía como un amasijo gigante, que chorreaba, palpitaba y se convulsionaba. No tenía cara y estaba lleno de agujeros. Cuando hablaba, su voz salía de cada agujero individual y se escuchaba como un coro de todas las voces hablando juntas.
Yo me moría por tocarlo. Nos dibujaba juntos, besándonos y abrazándonos, rodeados por corazones y frases como “Iris + Manx” y “juntos para siempre”.
Mi parte favorita del programa era la eliminación. Al final de cada episodio, Manx elegía al competidor con menos mérito y lo llevaba a un cuarto oscuro, se sentaba en un trono mientras el competidor se arrodillaba frente a él, pequeño en comparación. Los hacía trizas, no solo hablando de sus habilidades culinarias, sino de todos los aspectos de su persona. Conocía detalles sobre ellos que nunca se habían divulgado y los sacaba a relucir durante su ataque.
En estos segmentos, yo subía el volumen tanto como podía sin molestar a mis padres. Aunque decía cosas terribles, su voz profunda me reconfortaba.
Al final, Manx se comía al concursante. Esto nunca se mostraba a cuadro, pero quedaba claro que era lo que sucedía; se oían los ruidos de mordidas y succiones y al terminar el episodio se declaraba muerto al concursante eliminado.
El asunto del “muerto” ni nos inmutaba. No pensábamos que fuera poco ético. Después de todo, era un programa de entretenimiento y definitivamente nos entretenía.
En la secundaria, me hice amiga de una niña cuyo papá había sido seleccionado para competir en Galaxy’s Best. Se llamaba Cassidy y era callada e introvertida un bastón porque tenía un problema de movilidad.
El día después de que seleccionaron a su papá, llegó a la escuela llorando de alegría.
—No puedo creerlo —dijo, y la mano que sostenía el bastón le temblaba.
Por primera vez se convirtió en el centro de atención. Nuestros compañeros la rodearon y le preguntaron sobre su padre, si creía que ganaría y qué harían con el dinero del premio.
Yo iba a la casa de Cassidy cada domingo para ver Galaxy’s Best. Ella apoyaba a su papá, pero, honestamente, a mí solo me importaba Manx.
Cuando Cassidy salía del cuarto, me acercaba tanto a la pantalla que podía sentir la estática en mi cara. Entonces la lamía, imaginando que lamía a Manx.
Una vez me descubrió en el acto y me preguntó que qué estaba haciendo.
No me dio vergüenza que me descubriera haciendo algo tan raro (en realidad, yo no consideraba que fuera raro), más bien me sentí invadida. Realmente creía que Manx podía percibirme y que había algo entre nosotros. Daba igual que él fuera un alienígena más allá de la comprensión humana y yo una niña preadolescente a la que le costaban trabajo las matemáticas. Estaba segura de que éramos el uno para el otro y no podía soportar la intromisión de Cassidy en un acto que, para mí, se sentía tan íntimo como el sexo.
Después de eso dejé de ir a su casa.
La siguiente semana eliminaron a su padre. Su error fue servir pollo crudo dos veces seguidas. Cuando Manx lo estaba regañando, se atrevió a levantarse.
—Vete a la mierda —le dijo.
Esta vez no quitaron la imagen de inmediato y alcanzamos a ver todo: Manx mordió al padre de Cassidy y se bebió su sangre, de su cuerpo brotaron brazos y sus manos le arrancaron la piel, su boca se transformó en un agujero vertical con una docena de dientes puntiagudos.
Encerrada en mi cuarto, sola, volví a ver esa secuencia una y otra vez. Un calor nuevo se concentró entre mis piernas. La primera vez que me masturbé fue viendo cómo se comían vivo al padre de mi mejor amiga. Después me sentí culpable. Se suponía que disfrutáramos la eliminación, pero eso era ir demasiado lejos.
Al día siguiente, en la escuela, un ambiente hostil recibió a Cassidy.
—¿Cómo es posible que tu padre hiciera eso? —le preguntaron nuestros compañeros, como si ella fuera la responsable.
—Me alegro de que se lo hayan comido. Se lo merecía —dijo alguien más.
Cassidy se hizo pequeñita. Nunca defendió a su papá, solo dijo que no había esperado ese comportamiento. Pidió perdón muchas veces, incluso cuando nuestros compañeros ya no la escuchaban.
—No tienes que disculparte —le dije. No habíamos hablado desde que me descubrió lamiendo la pantalla. Hasta donde sabía, por fortuna ella no se lo había contado a nadie, pero cuando me miró, descubrí en su cara que su percepción de mí había cambiado tanto que ahora me consideraba otra persona.
—Lo disfrutaste —me espetó con los ojos entrecerrados.
Me quedé helada. Ella sabía la verdad.
Cassidy se cambió de escuela o eso creo. Dejó de venir y todos se comportaron como si nunca hubiera existido.
En la universidad tuve un novio llamado Landon. Era amable, pero claramente inferior a Manx. No había forma de ignorar que era pésimo cocinando. Quemaba el pan y los huevos le quedaban crudos. Huevos con pan, algo tan simple y ni siquiera eso podía hacerlo bien.
Cuando teníamos sexo, yo pretendía que Manx era quien estaba dentro de mí, su cuerpo tomaba la forma perfecta para llenarme de su mejunje colorido. Esa fue la única manera que encontré para venirme. Los cuerpos humanos no me atraían. No tenían suficiente flexibilidad.
Lo que a mí me gustaba, incomodaba mucho a Landon. Una vez, cuando estábamos a punto hacerlo, le dije que me insultara y se me quedó mirando como si le hablara en otro idioma.
—¿Qué?
—Insúltame —repetí, pensando en los momentos en los que Manx atacaba a los concursantes—. Que no te dé pena. Destruye mi autoestima.
—Iris, yo… ¿Necesitas hablar con alguien? —me preguntó con una mueca preocupada.
Suspiré. Qué pesado era.
—No tienes que preocuparte. Solo hazlo.
Me dijo que era una perra de una manera tan poco genuina que le dije que mejor lo dejara.
También le pedí que me mordiera y aunque se quejó, lo hizo. Tomó mi piel entre sus dientes, su saliva resbaló por uno de mis brazos y, con la otra, mano me toqué.
A Landon le dije que no quería tener hijos, pero en realidad pensaba que querría tener hijos con Manx, mitad humanos, mitad alienígenas, como una prueba viviente de nuestro amor.
Después de dos años juntos, me acusó de ver Galaxy’s Best de forma obsesiva y de ignorarlo cuando lo estaban pasando.
—Es un programa estúpido —dijo.
Supe que no podíamos seguir juntos. Lo corté con tal rapidez que me preguntó si alguna vez lo había querido y yo no le contesté.
Una vez que dejé a Landon, dediqué todo mi tiempo a cocinar. Estudié gastronomía y, poco después de mi cumpleaños veintiséis, abrí un restaurante. Era un restaurante de comida mexicana gourmet, pensado para personas que querían sentirse elegantes mientras comían tacos. Recibí muchas críticas positivas y aunque me gustaban los cumplidos, todo lo hacía con la esperanza de competir en Galaxy’s Best.
Durante seis años mandé mi solicitud. Sabía que era improbable que me seleccionaran porque todos los chefs querían estar en el programa y solo aceptaban dieciséis por temporada. Pero eso no me desanimó.
Después de mi séptimo intento, me aceptaron.
Cuando leí el correo de aceptación, volví a ser mi yo preadolescente y grité. Llamé a mis amigos y familiares.
—¡Voy a conocer al chef Manx! —les dije en cuanto contestaron.
Todos me desearon buena suerte, pero yo no quería ganar. Quería exactamente lo contrario.
Galaxy’s Best se filmaba en una nave espacial. Alguna vez había visitado una, pero no tan grande como esa, con una cocina gigantesca, una alacena a reventar y cuartos que podían haber pertenecido a los mejores hoteles. Cuando la nave despegó, todos observamos maravillados como la Tierra se alejaba poco a poco. Ahora estábamos en el espacio, un lugar que la mayoría de la gente nunca podría visitar.
Para el primer episodio, la tarea fue preparar los platillos que mejor nos representaran y presentarlos ante Manx.
En cuanto lo vi, mi corazón se aceleró. Era más grande de lo que esperaba, mucho más alto que el más alto de los concursantes, que ya pasaba el metro ochenta. Necesité todo mi autocontrol para tranquilizarme y no correr hacia él.
La concursante que pasó antes de mí (Elena, a quien había visto muchas veces anunciado su comida mediterránea en revistas y publicidad de internet), sirvió costillas de cordero. Antes de la prueba, enumeró todos sus logros, desde una medalla en el concurso de pastelería de su secundaria hasta una estrella Michelin.
Cuando Manx cortó una de las costillas de cordero, descubrió que estaba cruda.
Incluso sin tener rostro, su asco se hizo palpable, emanaba de él. El resto dimos un paso atrás anticipando el estallido. Los platos, los cubiertos y las cámaras se cimbraron.
—¿Tú eres una chef galardonada? —le preguntó Manx. Su cuerpo curvilíneo se endureció formando pinchos.
Elena asintió dócilmente.
—¿Y me das esto? —El plato levitó sobre el mostrador y luego salió disparado por los aires hasta hacerse añicos contra la pared—. Deberías avergonzarte. Si un restaurante me sirviera esto, no le daría ningún premio. ¡Lo clausuraría!
Me sonrojé. Una parte de mí envidiaba a Elena.
Unos minutos después, me llamaron. Para entonces no me quedaba nada de autocontrol. Caminé hasta Manx y metí un dedo en uno de sus agujeros. Al principio no era lo suficientemente grande para que cupiera, pero entonces se ensanchó, abriéndose para acomodarme. Estaba frío y pegajoso. Quise meterme más a fondo, apretarme contra él, pero alguien (probablemente un técnico) me tomó por detrás con un tentáculo que me quemó la piel.
—No lo toques —siseó.
Extendí mi mano hacia Manx.
—Te amo —le dije antes de lamerme su baba de los dedos. Tenía un sabor fuerte y amargo. Normalmente me habrían dado arcadas, pero era el sabor de Manx, así que contuve mi reacción y sonreí.
El técnico me llevó detrás de cámaras.
—¿Qué carajo está mal contigo? —me preguntó.
—He esperado toda mi vida para conocer a Manx.
—Este no es un programa de citas románticas. Debes tenerle respeto. Si vuelves a tocarlo, te lanzaremos al espacio.
Volví al plató y lo intenté de nuevo. Guardando las distancias, le presenté los chilaquiles. Dijo que estaban bien, pero que debería intentar hacer algo más complicado. No mencionó lo que hice ni aceptó mi declaración de amor, pero cuando estaba a punto de retirarme dijo:
—Sigues excitada.
Sorprendida, volteé a verlo, pero el siguiente competidor ya acaparaba su atención.
Como en realidad no se había resistido ni había dicho que le desagradara, decidí que eso significaba que había disfrutado que lo tocara y penetrara. Durante la pausa antes del reto principal del programa, fantaseé con usar el dedo para cogérmelo, haciendo que gimiera y se retorciera de placer.
Otro de los concursantes interrumpió mis fantasías:
—Eres medio freak, ¿no? —me dijo, en un intento de coquetearme, creyendo que le respondería.
Le eché una mirada de asco y se alejó de mí.
Cada temporada del programa comenzaba con comida terrestre y platillos familiares, pero conforme avanzaban los retos, los ingredientes se volvían más arriesgados y había que usar joyas o carne humana y alienígena.
Hoy tocaba cocinar jabalí. El chef Manx hizo una demostración y luego nos mandó a cocinarlo a nuestra manera. En cuanto comenzamos, comentó que tenía mucha hambre.
—No he comido nada en todo el día —dijo, y yo sentí una punzada.
Todos esperaban que eliminaran a Elena. Su confianza se había esfumado y estaba claro, por cómo se movía por la cocina y la alacena, que temía tropezarse con sus propios pies.
Yo no quería que ella perdiera. Yo iba a ser la primera en ser eliminada. Estaba comprometida con el fracaso.
Llegó el momento del jurado.
Comparado con los demás, mi plato estaba prácticamente vacío. Tenía apenas tres pequeñas porciones de jabalí espolvoreadas con romero y acompañadas de una guarnición de papas fritas.
La otra jueza (se llamaba Vanise y parecía una medusa con la piel traslúcida, a través de la que se veían cinco pequeños corazones que brillaban en el interior de su cabeza) se me quedó mirando.
—¿Qué es esto?
—Jabalí —contesté con alegría.
—No trates de hacerte la chistosa —dijo Manx.
Ambos lo probaron y no les impresionó. El jabalí estaba duro e insípido. Las papas estaban húmedas y mal cocidas. El romero no aportaba nada.
—Este es el peor platillo que he comido —dijo Vanise.
Sonreí.
—¿Es esto una broma para ti? —Manx volvió a levitar el plato y luego lo estrelló contra el mostrador, los fragmentos salieron disparados en todas direcciones—. Me dijiste lo mucho que querías participar en el programa. Y ahora que estás aquí, que tienes esta oportunidad única en la vida, ¿presentas esto? Este platillo no solo es malo, demuestra desidia. No hay ningún esfuerzo. Es un insulto.
Sus agujeros aletearon.
Sentí su enojo como una fuerza que me apretó hasta que me costó trabajo respirar. Me mareé y volví tropezando hasta mi lugar. Al pasar junto a Elena me di cuenta de que sonreía.
Una gran emoción me llenó el pecho cuando Manx anunció mi eliminación. Tenía que verme triste, incluso horrorizada, pero, por dentro, estaba más feliz que nunca.
—Había puesto mis esperanzas en ti —me dijo Manx—, pero ahora me doy cuenta de que no merecías estar aquí.
Prácticamente bailoteé hasta el cuarto de eliminaciones. Por fin íbamos a estar solos.
Aparte del trono de Manx, las lámparas del techo y las cámaras, el cuarto estaba vacío. No había ventanas ni decoraciones, solo las paredes grises y frías. El aire olía a sangre.
Manx se sentó en el trono y yo me arrodillé frente a él.
—Nunca pensé que tendría una concursante tan patética como tú, tan ridícula.
Las paredes y el suelo temblaron.
—¿Qué sabes del amor? ¿Alguna vez has puesto esfuerzo en alguna de tus relaciones? ¿O he sido yo el centro de toda tu vida?
Apreté los muslos. El corazón me latía muy fuerte en el pecho.
—Crees que el sentimiento es mutuo. Crees que yo también te amo.
Manx se onduló como si estuviera hecho de agua. Su cuerpo se llenó de espinas.
—¡¿Por qué te amaría?! —gritó con tal fuerza que la habitación comenzó a temblar. El sismo me lanzó por los aires, me salvó una corriente de aire caliente que me atrapó—. ¡¿Qué tienes que ofrecer?!
Vibrando, me senté y abrí la boca para decir algo: “no tienes que hacer esto. No tienes que mentir para las cámaras. Mi familia nos está viendo. Quiero que sepan la verdad”. Pero antes de que pudiera hablar, Manx me levitó y me acercó hasta que quedé flotando sobre él.
“Por fin”.
Sus espinas se convirtieron en brazos que me tomaron con fuerza, pero yo los sentí como la caricia de un amante. “Qué dulce”.
Sus uñas rasgaron mi piel haciéndome sangrar. Se me llenaron los ojos de lágrimas.
—Sí —murmuré.
La boca de Manx era como una caverna negra y sin fondo. Era el lugar al que pertenecía. Me arqueé hacia él, desesperada por estar en su interior.
Iba a cumplir todos mis sueños.
En mis últimos momentos, me invadió un éxtasis puro. Un nivel de placer que nunca había experimentado, ni siquiera en mis orgasmos más intensos.
Sentía como me descuartizaba y pensé que esto debía ser la felicidad.
Manx me amaba. Yo lo amaba a él. Y ahora nada podría separarnos.